No pasó mucho tiempo hasta que llegaron los demás, incluyendo a Naythiry y Mikel, que no soltaba la mano de Jesús. Dividimos los grupos en dos: Alberto, Jesús y Christian, por un lado; y Alonso, Miguel y yo, por el otro. Decidimos usar todo nuestro poder así que asimilamos a nuestras invocaciones, nos pusimos unas armaduras ligeras que compramos en el pueblo y partimos lo más rápido que pudimos. A lo lejos pudimos ver como las dos mujeres subían a la torre, desde donde se podía divisar la entrada de la cueva.
Estábamos nerviosos. Solo podía escuchar nuestras pisadas sobre la nieve al pasar por el bosque helado. Al llegar a la entrada de la caverna encendimos un par de antorchas y nos adentramos; separándonos en los grupos que ya habíamos formado.
Cuando llegamos a la primera división de caminos asentimos ligeramente; yo me encaminé a la entrada de la izquierda con el escudo a mis espaldas, en mi mano izquierda la antorcha, mientras que con mi mano derecha me aferraba con firmeza a la espada. La luz de las antorchas creaba sombras, que se volvían más tenebrosas mientras nos adentrábamos. Agudicé mi oído tratando de escuchar algo más que el eco de nuestro andar.
Continuamos así por varias horas, sin poder encontrar nada. Pasamos por nuevas bifurcaciones hasta que llegamos a un pasaje ancho. De pronto el ambiente cambió, el aire se hizo más pesado y con un olor nauseabundo. Hice una indicación para apagar dos de las tres antorchas. La única que dejamos encendida fue la de Miguel, que se quedó detrás de nosotros. Desmonté mi escudo y seguí la marcha con cautela, hasta que encontramos lo que quedó de uno de los dragones que habíamos matado. También divisamos las piedras donde habíamos estado comiendo antes de enfrentar a esas criaturas.
—Este pasaje es el más ancho —dijo Miguel señalando una de las entradas con la antorcha.
—Por aquí sería el camino, ¿no lo crees? —preguntó Alonso mientras movía los restos del dragón.
—¿De qué hablan? —pregunté al no entender.
—Que esta podría ser la ruta de abastecimiento del pueblo. —Miguel se puso a inspeccionar la cueva.
—¿Nos podemos concentrar a lo que vinimos a hacer? —regañé y me dirigí a la entrada donde vimos al primer dragón.
Ambos me siguieron. Al cabo de unos pasos divisé los dos cuerpos putrefactos de los otros dos dragones, el olor se hacía más insoportable a cada paso que dábamos. Cuando estuve lo suficientemente cerca noté que la parte blanda de sus cuerpos estaban llenas de gusanos, pero sus extremidades y alas estaban intactas; incluso la cola también lo estaba. Lo demás estaba casi hasta los huesos y pellejos. Alonso observó el otro cuerpo, y no dejaba de mirar su cabeza. Cuando me acerqué quedé sorprendido. Estaba completamente intacta, incluso daba la impresión de que solo estaba durmiendo y que en cualquier momento se levantaría para atacarnos.
—Espeluznante —suspiró Alonso.
—Este es el pasadizo que nos llevó al centro la otra vez —señaló Miguel.
—No podemos entrar por ahí. —Lo detuve antes de que se fuese a meter por ese pasaje.
—¿Por qué no?
—Porque no hemos matado a ningún dragón.
—Tienes razón, se supone que tenemos que matar a los otros antes de enfrentar al jefe —respaldó Alonso. Miguel asintió sin refutar.
Alonso tomó el pasaje de la izquierda. Caminamos con más cautela al no conocer a donde nos llevaría ese camino. Se escuchaban nuestras respiraciones y los pasos que dábamos en la tierra, al igual que el flamear de la antorcha. Alonso nos hizo un ademán para detenernos. Me agazapé y me acerqué a su lado, entonces Miguel apagó la antorcha.
—Todo libre —dijo al acercarse a la salida del pasaje.
—Todo está muy tranquilo. —Alonso se apresuró a salir—. Parece ser que se fueron de aquí —concluyó enfundando su espada.
—Eso no es posible. —Mis palabras se vieron opacadas por un ruido al otro lado.
—Algo se acerca —susurró Alonso. En silencio nos posicionamos a cada lado de la entrada de donde provenía el ruido. Nos preparamos para lo peor, pero por alguna razón estaba con una amplia sonrisa. Saber que los dragones no habían escapado me animó. Me mantuve preparado mientras empuñaba con fuerza mi espada. Desde el fondo del pasaje había un resplandor que se hacía más grande a cada segundo. «Eso no puede ser una llamarada», pensé.
—Son los payasos —dijo Alonso relajando su postura al tiempo que guardaba su espada.
—¿Cuáles payasos, gordo cojudo? —le respondió Alberto cuando hubo llegado. Todos se echaron a reír.
—No hagamos ruido. —Traté de controlar mi risa.
—Pa que, si aquí no hay nada —respondió Christian con tranquilidad.
—Entonces vayamos al cráter —sugerí empezando a moverme—, el dragón debe estar ahí.
—Puede ser. —Alberto me siguió.
—¿Por qué te desesperas? —interrogó Christian mientras se sentaba—, para nuestra suerte, ya deben haber escapado a otra montaña.
—¡¿Para nuestra suerte?! —bramé molesto.
—Claro, así no tendremos que arriesgarnos a matar a ese dragón y dejamos el pasaje libre para el pueblo. —Sus palabras me dejaron helado.
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Editado: 02.08.2022