Cristóbal era una persona bastante inusual, de ojos verdes, piel clara y cabellos castaños. Su actitud siempre fue amable y cordial con el resto de sus compañeros, aunque evitaba relacionarse demasiado con los demás. Intrigaba aquella mirada, en cierta forma fría, con que se quedaba mirando hacia las ventanas de la sala de clases que daban hacía la calle empedrada frente al instituto. Parecía que aquel muchacho tan amable se transformaba por momentos en un hombre distinto, en una especie de doble personalidad oculto en la apariencia de un joven estudiante, aquellos ojos reflejaban una crueldad sobrecogedora, aunque luego cambiaba bruscamente a una tranquila expresión.
Un día Cristóbal desapareció y dejo de existir para todos. De un día para otro no volvió a clases. Sin embargo, lo más desconcertante era el hecho de que nadie lo recordara, tal como si él jamás hubiera existido. Por más que pregunté todos negaron que hubiéramos tenido algún compañero con aquel nombre y con aquellas características.
Por días pensé que mi exceso de imaginación me estaba jugando una mala pasada, aun así, es extraño estar segura de la existencia de aquel muchacho cuando para el resto él nunca existió.
Pasaron meses de aquel extraño suceso y la cotidianidad de mi vida siguió rumbo hacia el fin de año. He estado trabajando hasta tarde, en el proyecto que debemos presentar en unos días al maestro. Camino, apresurada porque ya ha anochecido y el último carro del metro saldrá en unos treinta minutos. Una espesa neblina hace aún menos visible la oscura noche, solo las luces de los postes, la de los edificios y los vehículos impiden sentir la soledad que parece querer apoderarse de las calles. En eso alguien me jala del brazo y doy un salto, espantada ante tan brusco movimiento.
—¿Catalina? —pregunto aun dentro de mi sorpresa mirando a la joven mujer que me observa asustada.
Catalina, es una de las compañeras de nuestra clase, una chica extrovertida que suele estar rodeada de muchas personas y que le gusta reír y socializar con el resto. Su mirada perturbada y confundida se detienen en los míos. Respira agitada y sus evidentes ojeras es señal de que no ha dormido. Además, agrego el hecho de que no la había visto en el instituto los últimos días. Su palidez bajo la tenue luz artificial de la calle le da un aspecto aún más extraño. Se quedo en silencio contemplando mi sorprendida mirada, momento en que la alarma de mi celular nos interrumpió.
—Disculpa —señaló confundida—, es que pensé que alguien me seguía y me asusté mucho.
—No hay problema —le respondí alzando las cejas—. Es muy tarde si quieres vamos juntas a la estación.
—No puedo, Cristóbal dijo que lo esperará en esa plaza —indicó la plaza que estaba al final de la calle.
Arrugué el ceño, extrañada contemplando la solitaria plaza, luego volqué mi atención a la desorientada expresión de Catalina. Otro punto que me llamó la atención fue escuchar el nombre de Cristóbal hacia tanto tiempo que no lo oía que sinceramente había comenzado a olvidarlo, pero al escucharlo fue como si mi mente se volviera a llenar de los recuerdos de nuestro desaparecido excompañero.
—¿Tu novio? —le pregunté pensando en la coincidencia del nombre.
—No —me miró extraña. Aterrada.
—¿Por casualidad fue algún compañero de nuestra clase? —interrogué para saber si es el mismo Cristóbal en el que yo pienso.
—¿Hemos tenido un compañero de nombre Cristóbal? —me preguntó pasmada.
—No, solo preguntaba por casualidad —desvié la mirada para que no notará mi desilusión. O sea, ya a estás altura creo que aquel muchacho fue más un ente imaginario propio de mi mente.
—La verdad es que no sé quién es Cristóbal —se llevó las uñas de su mano a su boca mordiéndolas con nerviosismo.
—¿Estas esperando a alguien que no sabes quién es? —intenté no sonar burlesca, aunque fue imposible.
—Solo sé que debo esperarlo —respondió con seguridad—. Aunque tampoco se el por qué.
Es inverosímil lo que está diciendo, dice esperar sin ninguna razón a un hombre del cual sabe solo su nombre. Observo la hora de mi celular.
—Bueno, yo ya debo irme, la estación cerrará en veinte minutos y...
—Quédate conmigo —me suplica—, me da miedo quedarme sola.
—No puedo, lo siento, debo apresurarme sino perderé el último carro.
—Solo cinco minutos —me contempla con fijeza.
No entiendo como con el frío que hace solo viste con un corto vestido color rosa, unas calzas y una chaqueta azul.
—Está bien, pero solo cinco minutos —suspiró y ella sonrió satisfecha.
Caminamos en dirección a la plaza, los árboles oscurecen el lugar, como si no quisieran que las luces de los postes iluminaran la enorme plaza. Los columpios y balancines vacíos producen un extraño sentimiento de angustia. El ambiente se hace más pesado y la niebla parece haberse vuelto más tupida, es como si de repente mi cuerpo me empujará a huir de inmediato de aquel lugar. Observó la hora en mi teléfono, han sido los cinco minutos más largos, siento que llevamos casi media hora ahí paradas pero los minutos no avanzan. Estamos solas, completamente solas...
—¿Por qué no hay nadie en los alrededores? —observo hacia las calles y no veo a otras personas cerca, ni siquiera vehículos a pesar de ser usualmente una calle muy concurrida— Será mejor que nos vayamos esto me está asustando.
Catalina me mira respirando agitada y sus ojos aterrados se detienen en los míos. Sus pupilas dilatadas de una forma perturbada me obligan a tragar saliva siento que he cometido un enorme error de estar en este lugar. Los latidos insipientes de mi corazón es el único sonido que interrumpe el silencio que se ha devorado hasta el sonido de las cadenas oxidadas del columpio que hasta unos segundos se balanceaba de un lado a otro sin que alguien lo estuviera moviendo.