Amelia no solía dormir profundamente, pero esa madrugada despertó con un nudo en el pecho. El reloj marcaba las 3:17 a.m. Afuera, el silencio era casi absoluto, interrumpido apenas por el crujir de una rama en el viento o el zumbido lejano de una moto que cruzaba la ciudad. Se quedó unos minutos tendida, con la mirada clavada en el techo, preguntándose por qué el insomnio volvía justo ahora, cuando más necesitaba fuerzas.
Entonces lo escuchó.
Un susurro. Casi un gemido.
Se levantó de la cama de inmediato. Caminó descalza por el pasillo hasta llegar a la pequeña habitación donde había improvisado un espacio para Liam. La puerta estaba entreabierta. Al asomarse, lo vio. Sentado en el borde de la cama, con las rodillas abrazadas contra el pecho. Lloraba en silencio. No había lágrimas evidentes, pero su respiración entrecortada lo delataba.
Amelia se acercó despacio.
—¿Liam?
Él levantó la mirada, los ojos grandes, húmedos.
—No quería despertarte… —susurró.
—No importa. ¿Tuviste una pesadilla?
Negó con la cabeza.
—No puedo dormir cuando está tan callado.
—¿El cuarto?
—El mundo.
Amelia se sentó a su lado. Su cuerpo temblaba, apenas perceptible.
—¿Quieres que me quede contigo?
Liam asintió.
Amelia se acomodó en la cama, recostada sobre una almohada junto a él. Liam apoyó la cabeza sobre su brazo como si fuera lo más natural del mundo. No hablaron. No hacía falta. Solo permanecieron así, en silencio, mientras poco a poco su respiración se calmaba. Amelia le acariciaba el cabello con una suavidad instintiva, casi maternal. Y pensó que, quizás, eso era lo que más necesitaba ese niño: un lugar donde pudiera dormir sin miedo.
(...)
A la mañana siguiente, Liam parecía más animado. Correteaba por la cocina buscando cereales y se subía al banco alto para alcanzar un vaso de plástico. Amelia lo observaba con una ternura que no sabía explicar.
—Hoy es sábado —dijo ella mientras lo ayudaba a bajarse—. No hay clases.
—¿Qué hacemos los sábados?
—Bueno… depende. A veces voy al mercado, a veces leo, a veces… descanso.
Liam la miró muy serio.
—¿Y yo puedo ir contigo al mercado?
Amelia sonrió.
—Claro. ¿Te gusta salir?
—Me gusta ver gente.
—¿Y si luego vamos al parque? Hay un lago y patos.
Los ojos de Liam se iluminaron como si acabaran de ofrecerle el viaje más increíble del mundo.
—¡Sí!
Y entonces, con un entusiasmo infantil, agregó:
—Podemos llevarle pan a los patos. Aunque no sé si comen pan.
—Sí, pero poquito. Si no se empachan.
Liam se echó a reír, y fue la primera carcajada verdadera que Amelia escuchó de él. Era un sonido hermoso, limpio. Como campanitas en la brisa. Y en ese momento ella se dio cuenta de que estaba comenzando a quererlo. No solo a cuidarlo. A quererlo.
(...)
El mercado de los sábados era colorido, lleno de aromas y voces. Liam iba de la mano de Amelia, con un gorro azul que le quedaba un poco grande y una bufanda tejida que le colgaba hasta las rodillas. Miraba todo con una curiosidad enorme, como si nunca hubiera visto verduras, ni flores, ni puestos de miel o canela.
—¿Qué es eso? —preguntaba a cada paso.
—Remolacha.
—¿Y eso?
—Lavanda.
—¿Y eso?
—Pan de campo.
Liam parecía fascinado. Le llamó la atención una caja llena de manzanas rojas.
—Parecen corazones —dijo.
Amelia lo miró sorprendida.
—Tienes una forma especial de ver las cosas, Liam.
—Es que yo no las veo como son. Las veo como me hacen sentir.
Esa frase se le quedó grabada.
Después del mercado fueron al parque. El sol brillaba, aunque el viento seguía siendo frío.
El parque del pueblo era amplio y antiguo, con senderos de piedra que serpenteaban entre robles altos y bancos de hierro forjado pintados de verde. Había un pequeño lago en el centro, rodeado por juncos y sauces llorones, donde los niños solían alimentar a los patos. Algunas familias paseaban con carritos de bebé, y un hombre mayor leía el periódico bajo un farol apagado. Todo parecía detenido en el tiempo, como si el parque tuviera su propio ritmo, ajeno al del mundo.
Amelia extendió una manta sobre el césped, cerca del lago. Los patos nadaban con lentitud, ajenos a los problemas humanos. Liam los observaba con los ojos muy abiertos.
—¿Por qué flotan? —preguntó.
—Porque sus cuerpos están hechos para eso. Son livianos y tienen plumas impermeables.
—Yo también quiero flotar algún día.
—¿En el agua?
—No… en el aire. Como una estrella.
Amelia lo miró. A veces, Liam hablaba como un niño de cinco años. Otras veces, como un anciano sabio encerrado en un cuerpo pequeño.
—¿Las estrellas flotan?
—Sí. Bailan sin que nadie las vea.
Se quedaron un rato en silencio, comiendo manzanas y pan del mercado. Luego, Amelia sacó de su bolso un libro de cuentos.
—¿Te leo?
Liam se recostó sobre sus piernas.
—Sí, pero uno con final feliz.
—¿Por qué?
—Porque ya tengo demasiados finales tristes.
A Amelia se le apretó el pecho. Abrió el libro con manos temblorosas y comenzó a leer.
(...)
Al regresar a casa, Amelia lo notó más callado. Estaba pensativo, como si hubiera recordado algo que no quería compartir. Se acurrucó en el sofá con su osito Cosmo y no quiso cenar.
—¿Liam? ¿Pasa algo?
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Claro que sí.
—¿Por qué algunos adultos mienten?
Amelia parpadeó.
—Bueno… a veces lo hacen porque tienen miedo. O porque creen que es mejor ocultar algo.
—¿Y tú mientes?
—Trato de no hacerlo. Pero a veces… todos lo hacemos, aunque no queramos.
Liam bajó la mirada.
—Una vez me prometieron que si era bueno, nunca más iba a estar solo.
Amelia sintió que le atravesaban el alma con un cuchillo.
—Liam…
—Pero no importa. Yo igual quiero creerlo.