Cuando brillen las estrellas

Capítulo 16

El sol apenas insinuaba su presencia detrás de las cortinas cerradas. La casa estaba en ese instante previo al despertar completo, cuando todo aún respira con lentitud. Amelia se desperezó con suavidad, envuelta en el silencio de la mañana. Era temprano, pero ya se oían los primeros trinos en el jardín, y el aroma tenue del café comenzaba a flotar en el aire. Se puso una bata ligera sobre el camisón y caminó hacia la cocina, lista para preparar el desayuno y alistar a Liam para la escuela.

Abrió la heladera, sacó los huevos, el pan, el jugo. Puso agua a calentar y comenzó a preparar todo con esa rutina que, en los últimos días, se había vuelto cálida. Pero al pasar frente al cuarto de Liam, notó algo extraño. No se escuchaba nada. Ni un suspiro, ni un movimiento. Nada.

Frunció el ceño. Se acercó a la puerta entreabierta y empujó con cuidado. Allí estaba él, aún en la cama, tapado hasta la barbilla, con las mejillas encendidas y la respiración pesada.

—Liam... —murmuró, caminando hacia él.

Le acarició la frente y el contacto la alarmó de inmediato. Estaba ardiendo. La fiebre era clara, como si su cuerpecito hubiera encendido todas las alarmas internas.

—Estás calentito, mi amor. Tranquilo. Ya estoy aquí.

El niño no despertó del todo, pero se removió hacia ella, buscando el contacto. Amelia lo abrazó con cuidado, sintiendo su corazón latir acelerado contra su pecho. Luego fue al baño por el termómetro y una toalla húmeda. Volvió en menos de un minuto y le tomó la temperatura.

38.2°. La fiebre era real.

Amelia sintió un cosquilleo conocido en el pecho, como una ansiedad que se trepaba por la garganta. Intentó calmarse. Recordó lo que le habían dicho una vez: que la fiebre no es una enemiga, sino una señal. Pero aun así, verla en ese cuerpo pequeño le despertaba un miedo antiguo. Uno que no sabía que tenía hasta ahora.

Buscó un jarabe para la fiebre, revisó la fecha de vencimiento tres veces, y lo midió con pulso firme. Se lo dio a Liam con ternura, ayudándolo a beber con lentitud. Luego le cambió la ropa húmeda y le puso un pijama seco. Le colocó la toalla fresca sobre la frente, como si ese gesto pudiera disipar también el calor que se le había instalado en el alma.

Se quedó a su lado, sentada en el borde de la cama, acariciándole el cabello. Luego tomó el celular y envió un mensaje de voz a Martín:

—Hola... buenos días. Perdón por avisar así, pero Liam se despertó con fiebre. No creo que pueda ir a clases hoy. Tampoco voy a poder asistir yo. Te mantengo al tanto.

Unos minutos después, mientras seguía cuidando a Liam, Martín le respondió con un audio breve pero lleno de calidez:

—Gracias por avisarme. Quédate tranquila. ¿Quieres que pase más tarde por la casa para ver cómo están? Llevo algo de pan y café. Avísame si necesitas algo.

Amelia sonrió con un suspiro. Le escribió que sí, que sería lindo tener compañía.

Los minutos pasaron lentos. A cada tanto, miraba el reloj. Cada cinco minutos le tomaba la temperatura con la mano. Le hablaba al oído, aunque él no respondiera, como si sus palabras pudieran espantar la fiebre. Se sintió invadida por una mezcla de ternura y miedo. No era solo por Liam. Era un eco más profundo.

(...)

Recordó su propia fiebre de niña, una noche en la que el cuerpo le dolía tanto que pensó que iba a quebrarse. Su madre había enfermado también ese día, y fue su padre quien la cuidó. Pero no habló. No la abrazó. Se limitó a sentarse en una silla al lado de la cama, con una toalla húmeda sobre las rodillas y la mirada fija en la ventana.

Amelia recordaba el roce de esa toalla, la sensación del frío sobre la frente caliente, y el profundo vacío que dejaba el silencio de él. Había estado presente, sí. Pero sin voz. Sin cuerpo. Sin ternura.

Y ahora, sentada junto a Liam, Amelia sintió que algo se reescribía. Que esa escena antigua volvía a surgir, pero con ella como protagonista activa. Como si pudiera corregir el pasado en un presente prestado.

(...)

Pasadas las nueve, el timbre sonó. Amelia abrió la puerta y encontró a Martín con una bolsa de pan caliente, un termo de café, una pequeña caja con pastillas de menta y una mirada suave.

—¿Cómo sigue? —preguntó en voz baja, mientras apoyaba una mano en su brazo.

—Un poco mejor. La fiebre bajó apenas, pero está más tranquilo. Gracias por venir.

Entró sin hacer ruido, se sacó la campera y la dejó colgada en una silla. Se acercó a la cama de Liam y lo observó unos segundos. Luego, se agachó con delicadeza y le acarició el cabello con ternura.

—Hola, campeón... ¿me dejas quedarme un ratito contigo?

Liam no abrió los ojos, pero pareció relajarse un poco al escuchar su voz.

Martín miró a Amelia.

—Le traje unas mentitas por si tiene la garganta seca, y pan de salvado. Sé que te gusta. También traje ese café que me dijiste que te gustaba, el de granos tostados. Pensé que tal vez hoy hacía falta.

Amelia parpadeó con una mezcla de sorpresa y gratitud. Sus hombros ya no estaban tensos. Se permitió recostar la cabeza en el hombro de Martín por un momento. Él le rodeó los hombros con un brazo, sin decir nada. Solo estuvo ahí, acompañando.

—Me alegra que me dejaras venir —murmuró él, besándole la sien con suavidad.

Nadie habló. Solo se escuchaba la respiración pausada del niño y, desde la cocina, el goteo lento del café. Martín se levantó un momento y fue a preparar dos tazas. Volvió con una para Amelia y se la entregó con ambas manos.

—Ten. No es mágico, pero ayuda —dijo con una sonrisa ladeada.

Unas horas después, cuando el cielo de la tarde ya estaba despejado y la luz del día llenaba la habitación con tonos tibios, Liam despertó.

—Amelia... —balbuceó con voz ronca.

Ella se incorporó de inmediato.

—Aquí estoy, mi amor. ¿Cómo te sientes?

El niño la miró con ojos pesados, pero ya sin fiebre.

—Soñé que me caía de una estrella... y no había nadie que me esperara abajo.




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