– ¿Por qué siempre soy yo quien termina dando los masajes?
– Porque tienes patitas de seda...
Y las carcajadas de los dos quebró la monotonía de la tarde.
– Sabes que estos masajes no son gratis, ¿verdad?
– ¡Lo sé! ¡Lo sé! Te traje un caramelo, de esos que te gustan.
Y dicho eso...le dio el regalo, sin perderse ni una de sus reacciones. Esa parte del día era la que más le gustaba: ver cómo brillaban los ojos negros de su mejor amigo mientras masticaba feliz aquel bocado como si fuera el manjar más caro del mundo. Y para él, lo era...porque se lo daba su amigo.
Y su amigo hubiera seguido así, perdido en la contemplación sino fuera porque su oído súpersensible lo puso en alerta.
– ¡Ya está de vuelta...!– dijo mientras se levantaba.
El otro tragó como pudo el pedacito de palito saborizado que le quedaba. Y se acomodó con un bufido de fastidio del otro lado de la cerca.
– Nos vemos mañana. – le dijo su amigo mientras un auto se acercaba.
–¿Recién mañana? –preguntó el otro cada vez más fastidiado.
– Está bien, esta noche me escapo y voy a verte...
Y el fastidio fue reemplazado por una enorme sonrisa.
– ¡Gucci!– los gritos de una mujer que se acercaba resonaron discordantes– ¡Corre a ese gato mugroso! ¡Es igual de mugroso que sus dueños!
Y entonces Gucci, guiñándole un ojo al gato, comenzó a ladrarle y a mostrar sus afilados dientes de dogo, mientras el gato se alejaba corriendo, temblando, aunque no temblaba de miedo sino de espamos de risa, que afortunadamente la mujer nunca lograba diferenciar.
– Buen perro, Gucci, buen perro. Te has ganado otro caramelo...– le decía la mujer mientras lo hacía entrar a la casa.
Antes de entrar, Gucci pispeó al patio de al lado, donde su amigo el gato seguía revolcándose de risa, pensando que su amigo Gucci cada vez actuaba mejor simulando ser un perro malo...