EL OFICINISTA
Desde niño siempre disfruté estar entre mujeres. Comprobé desde temprana edad que cada que hayan más de dos mujeres alrededor un hombre habrá rivalidad entre ellas para complacerlo, si este es generoso.
En la oficina, específicamente en la de Recursos Humanos, yo cumplía el oficio de secretario del director. Cargaba al sistema las horas extras de los albañiles y cuidaba de pagar a tiempo las obligaciones parafiscales. En una empresa de construcción ves hombres desde el amanecer hasta el fin de la jornada. Algunas esposas compungidas iban a exigir que les entregaran el pago a ellas porque sus maridos eran “cornudos” y sus hijos pasaban necesidades. En tales casos no era posible ayudarles. La ley no les echaba una mano. Pero era la única manera de ver mujeres caminando por los pasillos y generalmente, no de mi gusto.
A mi lado tecleaba todo el día la joven Martha Luz, una bellísima mujer, delgada como un garfio, pero del gusto del gerente, por lo que era imposible ponerle los ojos encima. En sus primeros días de trabajo quise echarle diente, pero me hizo sentir un hombre de inferior categoría con sus ojos prietos y de una expresión oriental. Y cuando el gerente le mostró su interés sin ambages, ya no cupo en sí misma. Un día ella puso en la cartelera un aviso macilento que había llegado por correo a la oficina. En él se invitaba a los empleados a un curso de Patronaje y manejo de máquinas Planas para la industria de la confección. Las empresas debían enviar a un mínimo de tres empleados al Servicio de Aprendizaje para cumplir una cuota de capacitación. Se envió copia del aviso a las obras en construcción pero la respuesta era que aquella invitación era para mujeres. El gerente invitó a las secretarias a asistir, pero todas se negaron alegando que a ellas no les interesaba la costura. Al fin, dos chicas que hacían el aseo en las oficinas se enlistaron después de una súplica del gerente. Yo veía el aviso y detrás de su coloración macilenta, veía algo más: la oportunidad de cargarle parte de mi trabajo a Martha Luz y… otras cositas, como estar fuera de la oficina algunas horas… entre otras. De modo que me inscribí al curso de Patronaje.
La gente de la oficina estalló en risotadas por mi inusual decisión. Y el rumor se extendió hasta las obras de construcción, en las que no faltó el comentario malicioso de que sin duda yo tenía una actitud sospechosa, que quizá, después de todo, fuera un gay de closet.
En las mañanas, después de sorber el café matutino, se allegaban a mi algunos funcionarios de otras oficinas a indagar sobre cómo me estaba yendo en el curso de patronaje.
Mis compañeros creían que yo me burlaba de ellos cuando hacía tales afirmaciones. Y su ironía hacia mi crecía de modo exponencial, aunque subrepticiamente. En un ambiente machista, las risas se cubrían con las cortinas cuando yo transitaba por los pasillos, o con las hojas de block, o con las tazas de café.
Las clases empezaban a las siete de la mañana. Las estudiantes ingresaban como hormigas al tierrero. El primer día el portero me detuvo en seco.
Una mujer mayor dirigía la clase. Tenía un traje tan corto que sus piernas parecían kilométricas. Y cuando se sentaba, como por defecto se suponía que todas eran alumnas, se cuidaba poco o nada de hacer el carrizo(1).
Nunca fui un hombre muy atractivo, pero tenía buen porte. Era alto, delgado, pelo negro que parecía mojado, rostro anguloso, nariz puntuda, labios cortados, mentón cuajado y saliente. En medio de un buen grupo de damas, y en carencia de elementos masculinos, yo podía ser una especie de cervatillo en medio de las leonas. Más de una vez descubrí notas en mi libreta, teléfonos con una firma, y miradas taladrantes. El placer que me producía aquello no tenía nombre. Por su puesto, yo mantenía distancia, no sostenía una mirada más de dos segundos y evitaba llamar a esos números. Eran mis horas más felices del día. Luego me dirigía a la oficina a clavarme en el escritorio.
Con los días Martha Luz, que no cesaba sus cuchicheos con otros funcionarios, se fue poniendo de mal humor.
En clase, al ver que yo no me decidía por ninguna, empezaron a hacer chistes de corte licencioso. Yo me reía con ellas y con la profesora, para nada me dejaba aguijonear y con aquella actitud logré ganarme la simpatía del grupo. Se dieron cuenta de que no quería romances, o encasillarme en una relación. Bastaba un buen ambiente de camaradería. El estar con mujeres me catapultaba a una experiencia superior. Me cargaba de energía, me hacía elocuente, chistoso, emotivo. En la oficina pasaba taciturno, y las charlas estaban vedadas por el semblante adusto de los dirigentes, ingenieros viejos, cuarteados por el sol, aburridos de escuchar quejas y de ganar y perder dinero a raíz del clima.
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Editado: 09.03.2023