Cuentos

Mía

Se levantó intentando abrir el ojo izquierdo, ese que se inflamaba un poco más, ese que mañana se mostraría peor de lo que estaba hoy, ese que la obligaría a quedarse en casa, escondida, inventando mil excusas para no ver a nadie, para que nadie supiera de su humillación, su propio temor. Se levantó con esfuerzo y limpió la sangre que escurría de su labio partido, de esos mismos que él había dicho anhelar, que había halagado por lo abultado y rosas que resultaron ser, esos mismos que se extendían en una sonrisa cuando él la declaraba suya, su propiedad, de él y nadie más, nunca más. Miró sus manos temblorosas y decidió que lo mejor era ordenar todo, arreglar todo antes que regresara, antes que volviera suplicando miles de perdones, poniendo miles de excusas, culpándola a ella de una forma tan retorcida, tan extraña, que siempre lograba que terminara aceptando sus palabras, siempre esas disculpas le tapaban los ojos, le ayudaban a crear una realidad diferente, difusa, oculta tras el velo del verdadero amor. 

Es que nadie le explicó del amor sano, de la cosa buena, de ese respeto en cada acción, en cada movimiento. Es que se forjó a base de novelas añejas, de libros baratos, de piropos en la calle y pensamiento de machos, de muy machos, sin importar que ella sería la víctima de sus propios consumos. Es que le dijeron que el piropo lindo, ese que no incluía propuestas explícitas o palabras fuertes, era bueno, que no hacía mal, que a todas les gustaba recibirlo. Es que leyó que el tipo mientras más indicaba que ella le pertenecía, mientras más posesivo y violento, mejor, más amor para ella. No hubo una sola novela en la televisión que no resaltara como bueno, deseable, aquel hombre de marcados rasgos masculinos, con actitudes bien de su género, casi grotescas, que eso era lo que ella debía buscar, asique sí, cuando Jeremías llegó a su vida, siendo el líder del grupo, siendo atractivo físicamente, ella cayó como una idiota. No importaba si él apenas podía hilar dos frases coherentes, no importaba sus errores de ortografía ni su escaso interés por algo más que la cerveza, no importaba porque en los libros le dijeron que si él era atractivo, realmente atractivo, lo demás se podía perdonar.

Así fue, que tres años atrás decidió que estar con él era una de las mejores cosas que podían suceder en su vida. Así fue que ignoró cada vez que el decía que era suya, al principio jugando con su nombre, diciendo simplemente "Mía" mientras la sujetaba posesivamente de la cintura, clavando sus celestes ojos en ella y torciendo esa sonrisa de ganador. Así fue que, de a poco, muy lentamente, los actos de macho Alfa, de cosa burda, escalaron de manera alarmante. Ahora la declaraba abiertamente suya, era capaz de gritar a los cuatro vientos que solo él podía estar cerca, él y nadie más, ni siquiera ese hijo que se había comenzado a gestar dentro suyo, ese que Jeremías decidió remover a base de patadas e insultos por lo bajo, porque sí, ella le pertenecía en todo el rigor de la palabra y él no pensaba compartirla con nadie, con absolutamente nadie.

Tomando la silla que su hombre había volteado cuando se acercó embravecido como un toro, repasó en su mente el desencadenante de aquel día, el porqué tanta cuestión violenta, buscando, hurgando en su memoria, la razón que lo llevó a actuar así, esa cosa que justificara sus actos, que la culpara nuevamente a ella, a ella y nadie más. Poco le había dicho antes de caerle a golpes, insultándola, denigrándola nuevamente. Casi nada había revelado mientras la arrastraba de los pelos por el piso, mientras la conducía hasta un rincón donde la tendría más sumisa, más entregada. Jeremías no había emitido una sola palabra con sentido, solo insultos bajos mientras desataba el nudo de su pantalón deportivo y lo bajaba hasta la altura de sus rodillas, mientras la obligaba a ella a realizarse sexo oral, ahogándola con su longitud y obligando a que se tragara todo lo que salía de su cuerpo. Nada, absolutamente nada, reveló antes de ordenar que volviera cada pequeña cosa a su lugar y, finalmente, abandonara aquel hogar.

Mía sollozó bajito por el dolor que punzaba en su ojo, pero haciendo fuerza de toda su resquebrajada voluntad, decidió ponerse en pie y arreglar su pulcra sala, no dejar ni un solo rastro de aquella pesadilla, que esos eventos quedaran allá, en el pasado, era lo mejor para todos, porque sí, Jeremías la amaba con locura, solo que a veces se descontrolaba, solo que a veces lo celos le ganaban, solo que a veces su protección se le escapaba de las manos, pero él la amaba, y mucho.

Una vez terminada la faena se limpió a ella misma, tomó una larga y relajante ducha que arrastraba bien lejos aquella sangre reseca, aquel dolor de su alma. Salió del baño, se colocó su mejor vestido, para luego maquillar hasta la última parte de su rostro, ocultando con maestría esas marcas que él detestaba ver, que se negaba a contemplar porque la culpa lo comía, lo sacaba de su eje, lo volvía a llevar a ese espacio donde no razonaba con facilidad, donde todo se resolvía con violencia. No, mejor ahorrarle aquello y tapar todo, borrar cuanta evidencia existiera.

En cuanto la puerta se abrió, pudo verlo cargando ese hermoso ramo de flores, pudo contemplar esa mirada cargada de su culpa, esos finitos labios apretándose con dolor.

—Perdón, amor —susurró con dolor mientras extendía el ramo hacia su mujer —. No quiero hacerte daño, en serio que no — juró acercándose a ella.

—Son muy bonitas —respondió aceptando aquel ramillete que desprendía ese aroma tan dulce, casi como la miel, casi como una mañana de primavera.

—Te amo, bonita —murmuró bien bajito, como si temiera que ella escapase ante su presencia —, te amo tanto que cuando el Negro me dijo que te había visto con esa calza puesta vi todo rojo. Es que no entendés que en el barrio todos te tienen ganas, que sos tan, pero tan linda, que no hay tipo que no quiera estar con vos. 

—No soy tan linda —respondió con timidez, con sus ojitos clavados en las flores, acomodándose un mechoncito de cabello tras la oreja mientras una boba sonrisa se abría paso en sus labios.




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