Cuentos de terror

Muertos en el desierto

Rory estaba impresionado por la escena. Como detective había visto uno y mil cadáveres, cada uno muerto de una forma diferente a los demás; pero aquélla era la primera vez que veía veintisiete de un solo golpe. Estaba sencillamente perplejo. Habría veintiocho, pero uno aún estaba vivo. Era el único testigo con el que contaban.

—¿Dinos qué paso? —Preguntó Rory por tercera vez.

El tipo, un hombre bajito, de rasgos afilados y nariz respingona temblaba copiosamente. Estaba apoyado en la cabina del auto de Rory y en sus manos temblorosas sostenía un trago de whisky. Ariel, su secretario, esperaba paciente, libreta en mano, listo para anotar. Tras ellos, la policía acordonaba la zona a la vez que los forenses empezaban a ganarse su sueldo.

—¿Qué ocurrió? —Volvió a preguntar Rory.

El testigo siguió sin responder. Tenía la vista fija en el vaso de whisky, pero era notorio que su mente estaba en otro lado.

—Éste no nos dirá nada —dijo a Ariel—. Al menos no ahora. Aún está en shock. Vigílalo y trata de calmarlo mientras voy a echar un vistazo.

—Como ordene, detective.

Veintisiete cuerpos yacían esparcidos en la superficie arenosa del desierto, en medio de la nada. El viejo bus en el que viajaban estaba tirado a un costado. Sólo se había caído. Un accidente se descartaba como causa de la muerte. Rory estaba allí para averiguar cómo habían muerto, sin embargo, no tenía más que conjeturas, y ni una que resultara convincente.

Todos presentaban la piel reseca y agrietada. Los labios eran como pasas marchitas y tenían los ojos hundidos como si algo se los hubiese succionado desde dentro. Pero ninguno presentaba lesiones graves ni contusiones de consideración. Había gente que moría de deshidratación, por falta de líquidos y el sofocante calor del lugar. Pero aquellas personas habían dejado la ciudad hacía sólo dos días, no era posible una deshidratación tan acelerada.

Algunos de los policías más supersticiosos se susurraban que el espíritu del desierto los había atrapado, que sus cuerpos estaban allí pero que las almas de esas pobres personas vagabundeaban por todo el lugar en una eterna agonía, o buscando más almas que añadir a su grupo, dependiendo de a quién se escuchara. Pero por supuesto esas eran sandeces.

¡Un arma avanzada! Alguien había mencionado esa posibilidad. Y Rory no la descartaba del todo. Era preferible aferrarse a esa teoría que a la de los espíritus malignos. El gobierno bien podría estar trabajando en arma de semejante calibre y quizá la hayan probado con esos pobres, o se les disparó por error.

También estaba la posibilidad del envenenamiento. A éste respecto había muchas variantes y Rory creía que era la más probable. Pero se estaba adelantando. La autopsia revelaría las causas de muerte de todos y podría armar un cuadro más preciso. De momento sólo podía observar, tratar de hallar rasgos sospechosos y tomar nota.

Continuó recorriendo el perímetro largo rato, escudriñando minuciosamente cada detalle y sin dejar de lanzar ligeras ojeadas al sobreviviente. Ese hombre sabía lo que había ocurrido allí. Todo lo que tuviera que decir sería interesante de oír. El tipo aún temblaba y en ningún momento hizo ademán de beberse el whisky que tan de buena fe le había regalado Rory. Fuera lo que fuera había sido algo horrible para él. Quisiera el cielo que no se quedara en shock para siempre. Quizá debía enviarlo al hospital. Pero el cuerpo médico que los acompañaba aseguró que se encontraba bien, de modo que sólo había que esperar.

Llegaron las tres de la tarde. Algunos periódicos ya se habían enterado del extraño suceso y empezaron a llegar, a tomar fotografías y a entrevistar a medio mundo. Rory los cortó por la tangente y siguió en lo suyo. Cada vez más inquieto.

A eso de las cuatro se hizo por empezar a recoger los cuerpos y un grito sobresaltó a todo el mundo. Rory no se hubiera sorprendido más si un muerto se hubiese levantado. El sobreviviente y único testigo seguía temblando, su grito fue desesperado y tembloroso y su voz era temblorosa cuando habló.

—¡No los levanten! —dijo—. No se deben mover. Incinérenlos allí mismo. Cosas horribles sucederán si no hacen lo que digo.

Alguien, algún despistado, dejó escapar alguna risita tonta. Los demás estaban como pasmados. Desde luego era una sandez lo que el tipo había dicho, no obstante, había un timbre en su voz, una cualidad intangible, que logró que los corazones de todos zozobraran. Durante un minuto nadie se movió, nadie dijo nada y un aura sobrenatural pareció flotar sobre el lugar.




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