Eli caminó hacia mí, y otra vez sentí esa punzada de culpa en el pecho. Le estaba quitando lo poco que esta vida había podido ofrecernos, jamás otra chica lo vería caminar hacia ella con un anillo en sus manos, vestido con tal elegancia que parecía como si realmente tuviese el derecho de estar allí. Me dio una puntada en el pecho porque sabía que nunca podría amarlo de esa manera, y que él tampoco podía ofrecerme eso. Ambos estábamos condenados a no encontrar jamás a aquella persona que nos gustaría ver al otro lado del anfiteatro, y la pérdida me dolió más de lo que esperaba, teniendo en cuenta que toda la vida habíamos estado perdiendo.
—Hola —me sonrió. Podía ver que estaba triste, no era muy bueno para esconder sus emociones.
—Qué tal —le sonreí yo —, ¿vas a atarme un trozo de alambre? —bromeé.
—La verdad es que tengo algo un poco mejor —su rostro se iluminó, pero sólo por un breve instante —, ten, lo hice para ti.
Eli me entregó un par de anillos forjados en plata, eran extremadamente delicados, las diferentes divisiones imitaban una planta enredadera y una diminuta flor terminaba de darle el toque final. Me quedé sin palabras, esos anillos no eran para una chica como yo.
—¿Tú los hiciste?
—Para ti —dijo, y ahora si parecía feliz.
—¿Pero por qué hay dos? ¿Vas a casarte con alguien más, o piensas llevarlo tú?
—Tan sólo guarda el otro, vas a necesitarlo después —me aseguró.
—Ya veo que crees que destruiré el primero —levanté una ceja—, no puedo creer que hayas hecho dos sólo porque pienses que uno no durará.
—¿Acaso puedes culparme? —se burló —, sólo hazme caso y guárdalo.
Quise abrazarlo, pero la etiqueta de la ceremonia no nos permitía acercarnos antes del baile, y eso, sólo siguiendo la tradicional y bien ensayada coreografía. Pude verlo encerrado en su habitación, forjando los anillos en el fuego, doblando cada una de las ramitas hasta altas horas de la mañana. Nunca nadie se había preocupado tanto por mí.
—Lamento que tengas que casarte conmigo —dije finalmente —, yo no sé forjar anillos. Eli lanzó una risotada, pero se calló de inmediato al recordar donde estaba.
—Lamento que tengas que casarte conmigo, yo no sé… espera si sé. Lo que sea que estés pensando, sé hacerlo.
—Eres un engreído.
—Lástima que tendrás que vivir con eso para siempre —bromeó, pero su sonrisa era una línea apretada sobre su rostro.
—No si muero joven —ofrecí.
—Siempre dices que quieres morir joven —esta vez sí rió con ganas—, no creo que tengas tanta suerte.
—Después de una vida de desgracias, esperaría que alguna vez me tocaran los números ganadores.
Eli sacudió la cabeza, como siempre hacía cuando uno se ponía a hablar de temas que lo ponían incómodo.
—¿Por qué no cierras la boca y me concedes esta pieza? —ofreció tendiéndome la mano.
—Bueno, pero no te propases.
—¿Te refieres a que no puedo tocarte el trasero?
—Lamentablemente no.
—Bueno, de todas maneras, no me estoy perdiendo de nada.
—Idiota —me tocó reír a mí. Al menos no estaba condenándome al aburrimiento eterno al casarme con Eli. Todos saben que podría haber sido mucho peor.
Me relajé un poco al sentir el toque de Eli en mi cintura, su tacto era familiar y seguía a los demás bailarines con precisión, ¿cuánto tiempo habría pasado ensayando? Interiormente se lo agradecí, secretamente contaba con que se supiera los pasos, porque en lo personal no había dedicado más que los cinco minutos que mi padre estuvo dispuesto a darme para aprender la coreografía. Él no era el mejor maestro, y yo estaba lejos de ser la alumna perfecto, por lo que había decidido confiar en el sentido de la responsabilidad casi patológico de mi mejor amigo y en mi asombrosa habilidad de escapar de todos los problemas por un pelo.
—No mires ahora, pero creo que la princesa te está mirando —le dije, y era cierto, no había podido dejar de notar que los ojos ámbar de la princesa se posaban con cierta regularidad sobre Eli.
—Sí, claro —ni siquiera se molestó en verificarlo—. Quizás está mirándote a ti.
—Quizás. Probablemente le gusta mi corte.
Por milésima vez esa noche, hicimos un esfuerzo por no reírnos. Si tan sólo el peso del matrimonio no hubiese sido tan pesado sobre nuestros hombros, y si no hubiéramos sentido la constante presión de comportarnos de acuerdo a la etiqueta para no ser descubiertos, probablemente habríamos pasado un buen rato. Pero conocía muy bien a Eli como para pensar si quiera un minuto que estaba relajado, y yo por mi parte, estaba terriblemente molesta.
Pero pretender era algo que venía de forma natural.
***
Por segunda vez en menos de veinticuatro horas, me hallaba sentada sobre el techo de mi casa. Eli, como nunca, había accedido a venir conmigo, y ambos estábamos en silencio mirando hacia la ciudad, observando las luces lejanas que delataban que la celebración aún estaba lejos de terminar.
Esta sería mi última noche en el tejado. Mañana al atardecer vendrían por nosotros, y, si teníamos éxito, jamás tendría que volver a sentarme en este lugar a mirar la miseria del Borde. Si teníamos éxito, no habría Borde al que mirar. Y con suerte, tendría otro tejado, uno más alto, en el cuál sentarme.