No se suponía que un silencio incómodo se extendiera más allá de una habitación, pero el ambiente cargado lo sentía yo sentada a los pies de la cama y -estaba segura- lo sentía ella sumergida en el agua de la tina. Quería decir algo, preguntar si necesitaba ayuda, lo que fuera con tal de no sentir esa tensión en el aire, pero no sabía cómo romper el hielo. Después de todo, la última vez que habíamos estado solas ella se había infiltrado en mi habitación y yo le había apuñalado la mano.
Sentía como si hubiera pasado un largo tiempo de todo aquello, pero en realidad habían sido tan solo unos días.
—Eh… ¿estás ahí? —preguntó ella desde el baño. Su voz hacía eco con las baldosas ahora que no había nadie más allí.
Aliviada de que fuera ella quien iniciara la conversación me acerqué a la puerta del baño, cuidándome de permanecer fuera y así no tener que verla de nuevo… con el torso desnudo. Tan sólo había visto su espalda por un par de segundos, pero la imagen había quedado impresa en mi retina y no podía quitármela de encima. Nunca había visto a otra persona parcialmente desnuda, y además, la falta de color en su piel era algo que no me cansaba de observar. Se le habían formado moretones en la espalda, de un vivido color morado, y antes había notado que su rostro se coloreaba con el esfuerzo físico. Aunque Lily y el Príncipe Hiro tenían la piel de una tonalidad parecida, jamás había visto en ellos marcas ni color alguno, por lo demás, la mayoría de la población en Arcia tenía una piel rica en pigmentación, y yo no era la excepción.
Sus omóplatos sobresalían notoriamente de su espalda, y tuve que admitir que, a pesar de que una larga cabellera denotaba elegancia y sensualidad tanto en hombres como mujeres, el que llevara el cabello tan corto hacía que pensara en ella más de lo estrictamente necesario, mucho más de lo que habría sido prudente, y definitivamente más de lo que estaba permitido.
—¿Hola? —repitió cuando no hube contestado.
—Lo siento —me apuré a responder—. Estaba pensando en la herida de tu mano.
—Ah, sí —dijo con una risita que sonó algo forzada e incómoda—. Pues si pierdo la mano quiero que sepas que te la cobraré. Le tengo cariño.
Sonreí a mi pesar. Estaba empezando a gustarme la ligereza con la que se refería a mí, se sentía como recibir la brisa en el rostro en un día particularmente caluroso.
—Lo siento mucho —volví a disculparme—. No debí haberte apuñalado.
Escuché a Bo hacer ruidos ahogados, pero antes de que pudiera precipitarme dentro del baño estos se convirtieron en una carcajada. La risa de Bo era ruidosa y ahogada, para nada lo que esperaba de alguien que se mostraba tan ruda. No pude evitar reír yo también, la situación era absurda y su risa, que se escuchaba doble, terminaron por eliminar la tensión del ambiente.
—Nunca creí que escucharía esas palabras —dijo entre risas—, mucho menos de una princesa. ¿Estás segura de que no me caí de cabeza?
—Esa tendría que haber sido yo. De hecho, he estado dudando de mi cordura desde que accedí a que me arrojaras un cuchillo a la cara.
—Técnicamente no accediste, y tampoco te lo arrojé a la cara. A diferencia de algunas personas —continuó con malicia—, apuñalar a otros no es uno de mis pasatiempos.
—Oh claro —le seguí el juego—. Eso suena muy verídico viniendo de alguien que lleva una navaja encima.
—Nunca se puede tener demasiado cuidado. Bajas la guardia un segundo y una preciosa te abre la mano.
—¿Qué dijiste? —pregunté, seguramente había escuchado mal— ¿Una preciosa?
—Princesa —me corrigió nerviosa—. Dije princesa. No es que no seas… me refiero a que… no es lo que quería decir.
—No, por supuesto —dije restándole importancia—. Debe ser todo este eco.
Un nuevo silencio hizo ademán de posarse sobre nosotras nuevamente, pero gracias a la Estrella Bo no dejó que eso pasara.
—¿Sabes? La razón por la que te invité a entrenar fue por tu excelente manejo del cuchillo. Ya hacía tiempo que nadie lograba apuñalarme.
Casi pude ver la expresión burlesca en su voz y esa sonrisa torcida que ponía cada vez que le tomaba el pelo a alguien.
—¿Hace cuánto? —dije, siguiéndole la corriente.
—Hace ocho años, más o menos. Elián y yo estábamos practicando lanzamiento de cuchillos y uno de ellos me dio en el pie —a pesar de todo, Bo lo contaba como si fuera un buen recuerdo—. No pude caminar por una semana, pero luego guardar reposo se hizo muy pesado y volvimos a entrenar.
—¿Tenían doce años y estaban jugando con cuchillos? —no lo podía creer. Yo había pasado mis años de pubertad aprendiendo un tercer idioma y estudiando las relaciones entre Arcia y los territorios vecinos. Lo más riesgoso que hacía en ese entonces era la equitación, cosa que no había cambiado nada en el presente—. ¿A sus padres no les preocupaba?
—Los padres de Elián nos enseñaron. Y bueno, a los míos no les interesaba.
—Ya veo…
—Ay Viana —dijo soltando una risa—. No te pongas triste, ¿cómo podría ser un caballero de blanca armadura sin un pasado trágico?
—¿Con que eres un caballero?