Una vez que despedí a todos los invitados, me paré frente a mí puerta y apreté la manilla con mi mano izquierda, preguntándome realmente qué era lo que quería.
En los dos días recién pasados había hecho todo un estudio de lo que podía entenderse por amor. Quizás ese debió haber sido mi punto de partida, pues no podía evitar la sensación de que había estado perdiendo mi tiempo, buscando en los caminos equivocados.
Un amor de solo unos minutos que me acompañe toda la vida.
Un amor por el cual cometería una locura.
Un amor capaz de entregarlo todo sin recibir nada.
Un amor que espera y extraña.
Tantas definiciones y todas igualmente correctas, cada una se adecuaba a mi realidad en un modo distinto, y a la vez se desencajaba, como una llave que entra en la cerradura, pero no gira, no abre.
¿Cuál era mi definición?
Quizás lo mío iba más relacionado al torbellino de sentimientos que usualmente sentía. Mi negación, mi necesidad, mi miedo, mi alegría. Esas emociones que despertaban de una sola vez, y por una sola persona. Tan hermoso y destructivo a la vez.
—Solo quiero ir a la casa de un dios griego, no te estoy pidiendo ir a Narnia —susurré al pomo de la puerta.
—¿Estás bien? —Escuché una voz a mis espaldas.
Sobresaltada, me di la vuelta para encontrarme con la preocupada mirada de mi hermana.
—Perfecto, ¿por qué habría de estar mal? —contesté.
Ella frunció el ceño.
—Estoy pensando que de verdad tienes a un chico viviendo en tu armario.
—Sí, ¿qué crees? Olvidé decirte que tengo una entrada a Narnia en mi pieza y no me creerías lo bueno que está el príncipe Caspian. —Me burlé, más bien, de mí misma.
Jane se retiró con una mueca de disgusto, mientras yo, inspiré profundamente y cerré los ojos, preparando mi mente para lo que estaba por venir al abrir la perilla.
Lentamente, y con cierto temor, abrí mis párpados, llevándome una enorme decepción al descubrir una habitación desordenada y caótica.
Frustrada, llegué hasta mi cama y me recosté mirando el techo. Permanecí en la misma posición un par de segundos, odiando todo y nada en particular. Mi propia debilidad, mi inmortalidad, la incapacidad de teletransportarme, mi carencia de alas. Cosas tan estúpidas e ilógicas como esas, que me hacían sentir horriblemente impotente.
Me di la vuelta y me quedé mirando un punto fijo, hasta que en algún momento, el sueño me venció.
Cuando mis párpados volvieron a abrirse, descubrí un cuarto de paredes blancas e inmaculadas. Una sonrisa iluminó mi rostro y rápidamente me levanté, dando saltos de felicidad, pues me encontraba en la alcoba que Eros había diseñado para mí.
La coneja Apolo estaba ahí, en una caja que había dispuesto junto a mi cama. Tenía los ojos entreabiertos y llenos de lagañas. Me lamenté por haberla dejado tanto tiempo sola y la tomé en mis brazos con intención de continuar su tratamiento. Ella se acurrucó en mi regazo, en una señal de reconocimiento.
Ahí fue cuando me di cuenta que sus párpados estaban más limpios de lo que cabía esperar. No era un trabajo pulcro y estaba segura que un estudiante de primer semestre podía hacerlo mejor, pero sin duda, alguien se había preocupado por ella en mi ausencia, y solo había una persona probable.
—Lizzie. —Su presencia no se hizo esperar. Verlo nuevamente fue como el azote de un huracán, con sus fuertes vientos impactado de lleno en mi cara. Su sola imagen me dejó sin habla y acabó con todas las explicaciones que había meditado antes de venir. Me dio envidia que él se viera tan tranquilo, de pie a pocos pasos de distancia, con las manos en los bolsillos, mientras yo era un manojo de nervios e histeria. Pero había algo en su mirada que me dio a entender que su mente no era, precisamente, un mar en calma en esos momentos—. Volviste.
Entonces recordé que podía hablar.
—Sí, yo... Ehm... Coneja... Apolo... Cuidar, ¿entiendes? —balbuceé sin ninguna lógica.
Eros sonrió.
—Claro, tiene sentido —contestó, acercándose hasta poder sentarse en el suelo junto a mí, apoyando su espalda contra la pared—. La he cuidado estos días, aunque no soy muy bueno.
—Por dios, sí. No entiendo cómo tu hija sobrevivió tanto tiempo a tu cuidado —expresé.
—Bueno, los dioses no nacen precisamente igual que los humanos. Hedoné nació como un espíritu y permaneció en la compañía de mi madre durante mucho tiempo.
Asentí sin poder imaginármelo realmente. Pero si Atenea había nacido de un machetazo en la cabeza de Zeus, todo era posible.
Terminé de realizar las curaciones a Apolo y la dejé libre. En el minuto exacto en que mis manos dejaron de tener trabajo por hacer, nació ese silencio incómodo que debía llenar algún modo, pero no sabía cómo.