Damphyr

6.1. Lupus.

Lupus.

Cuando estuve en Sagunto, comencé a entender el significado del “destino”; siendo honesto, jamás entendí tan bien las palabras de Alan sobre el tablero roto y los reyes caídos: un camino de sangre y pérdidas. Un camino de dolor. En contraste con las palabras de Fox, la guerra no tenía cosas hermosas: no era algo que valiera la pena, ni tampoco era algo que fuera motivo de celebración. Todos ellos tenían razón, incluso sin hablar del mismo tema, todos coincidían en una sola cosa: nadie ganaba.

Una vida por una vida. Ethan por Michael, pero ¿Qué con eso? No podía traerlo de vuelta, ni al resto de valencianos qué murieron en aquella plaza mientras la nieve, las cenizas y los escombros cubrían sus cuerpos inertes entre el suelo y la sangre. Bajas de un lado y de otro. De un lado más que del otro y todo eso ¿Para qué? ¿Libertad? ¿Honor?

¿A qué costo?

¿Cuántas vidas se perdieron en ese tiempo? Decenas, tal vez cientos de vidas. Todos esos cadáveres, ¿Cuántos tendrían un sitio donde descansar? ¿Quiénes los recordarían? ¿Quiénes quedarán en el olvido?

No importaba cuanto dolor recibiera, no podía ceder. Sin importar nada, no debía retroceder; continué de tal forma que el miedo se hizo una parte de mí, seguido por la ira y la tristeza, así como la duda y la felicidad, la esperanza, y, al final, la decepción ante la realidad. Sin importar a donde mirara, o a donde fuera, todo sería igual. Las personas que me importaban morían estando conmigo, y solo por ello, la idea de morir por primera vez no sonaba tan mal, pues, sin mí, el mundo no perdería gran cosa y Rose, Edge, Irina y el resto estarían a salvo. Quizás esa era la solución. Tal vez, ese era el verdadero mensaje del tablero roto de Alan.

A pesar de haber perdido la vista, en cuanto el halo se activó, juraba qué mis ojos percibieron a través de las sombras una serie de símbolos qué giraban una y otra vez hasta penetrarla en mis sesos; y aun cuando había perdido mi oído, un sonido agudo resonó hasta crear un eco infinito en mi mente. ¿Algo había salido mal? La voz de Irina intentaba alcanzarme, pero se oía tan lejos, tan distante: estaba tan fuera de su alcance –o tal vez, ella del mío–, que en el momento en que su voz se apagó, comprendí cuan solo estaba realmente. La fuerza de aquel artefacto fue tal, que sentía como todo mi cuerpo era arrastrado y empujado al mismo tiempo, casi como si cada centímetro de mi ser empezara a desprenderse y, justo antes de acabar conmigo, todo mi ser volvía a reconstruirse en un tormento qué no parecía llegar a su final. Jamás. ¿Qué había salido mal?

Deseaba tanto saber en dónde estaba, ver mi alrededor, escuchar lo que pudiera escucharse.

Estaba perdido.

De verdad lo estaba.

Era arrastrado a la nada, sin un rumbo fijo; en un lugar en el que el tiempo y el espacio parecían realmente no existir, yo avanzaba sin rumbo fijo.

Susurros. Los susurros me llamaron y me guiaron hasta la salida de aquel halo de luz.

 

La oscuridad empezó a disiparse en cuanto mis ojos volvieron a abrirse; las sombras empezaron a disiparse y dieron lugar a luz, colores y formas. Era como si nunca hubiera perdido la vista y, a juzgar por el sonido de los ciervos qué pastaban en las cercanías, parecía que tampoco perdí el oído. Al sentarme, comprendí qué la cabaña estaba fuera de este panorama, pues ahora me veía rodeado por escarcha fría y suave, de la qué no deseaba retirarme por un buen rato; la paz qué aquel lugar me transmitía era indescriptible: el bosque, las ramas cubiertas en nieve y los troncos alzándose al cielo de una forma tan majestuosa qué aun cuando no estuviesen cubiertos con hojas, parecían estar a punto de cubrir por completo el cielo invernal. Me quedé sentado un poco más, contemplando el cielo gris qué apenas lograba divisarse por encima de las copas, buscando la calma a través de aquel silencio y de aquella inmensa calma.

Aquel sitio de verdad me transmitía tanta paz.

El silencio se rompió al igual que lo haría el hielo en medio de una laguna al ser delgado, en este caso, se trataba de ramas secas qué se partían ante el peso; mi oído lo había identificado a través de la lejanía de una manera tan fácil que parecía imposible. Jenell estaba cerca, o al menos, lo estaría.

El mundo real –este mundo. Esta memoria– resultaba verdaderamente relajante; su calma parecía algo inimaginable al compararlo con toda la destrucción qué podía haber en lugares lejanos a ese bosque, pues, aunque costara trabajo creerlo, aquel bosque era de los pocos crepúsculos en los que ninguna familia intentaba adentrarse. Perturbar un crepúsculo era declarar la guerra a los espíritus del planeta y, esas cosas no eran necesariamente agradables de experimentar. Pero en aquel lugar, la presencia de los espíritus era realmente algo difícil de ver, debido a la poca presencia de seres como nosotros, pues solamente vivíamos Jenell y yo en aquel inmenso bosque.




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