PRIMERA PARTE
«La breve historia de Anne»
Capítulo 1
Alex
Anne se levantó pasadas las seis de la mañana, tomó sus cosas y se marchó diciéndome que nos veríamos ese mismo día por la tarde, pero que debía ser yo quién pasara a recogerla. Fue esa la razón principal por la que me sorprendió el hecho de haberla sentido acariciarme las manos y besarme todo el rostro, dormitaba, de cualquier forma y, con la certeza de que, en efecto, era ella, mantuve los ojos cerrados durante los segundos previos a que la cama se hundiera bajo su peso y el calor de su cuerpo arropara el mío. No presté atención a ningún hecho relevante, preso quizá de los actos que nunca estuvieron en concordancia con lo que era Anne, pero que siempre anhelé que lo fuera. Ahora estaba allí, entre la ensoñación y la vigila, sintiendo que provenía de ella la suma confirmación de lo que apenas dos días atrás había dicho: «Estaremos bien», iluso o no, el momento se prestaba para creer que la afirmación era correcta y que, sin importar los hechos anticipatorios, aquel «estaremos bien» comenzaba a tomar forma.
Estiré las manos, manteniendo los ojos cerrados o quizá incapaz de abrirlo y que con ello se perdiera lo que al instante se gestaba, la esencia misma de aquel amor que profesábamos ante los incrédulos, o más bien, el que los incrédulos no veían en nosotros. Me encontré con el cuerpo delgado allí mismo y una sensación de extremo alivio me cruzó por el pecho, porque podía reconocerlo como suyo. Estaba fría como de costumbre, fría y con la piel tersa, y por un instante me pregunté entonces, de dónde provenía el calor que sentía. Una intrusa, pensé. Pero sí era ella, porque no era solo su cuerpo el que reconocía sino también el olor a azahar propio de sí. Era ella porque solo me bastaba con deslizar las manos por su cuerpo para reconocerlo, para saber en qué parte se hundían las caderas y donde comenzaba la cicatriz del abdomen o la que alcanzaba las costillas. Era ella, ahora con certeza lo decía. La certeza venía de los recuerdos, que eran dolor y si tenía dolor, eran recuerdos suyos. No me gustaba pensarnos desde aquel punto y que hubiera vuelto significaba que estábamos en el mismo lado, que la conversación nocturna seguía dándole vueltas, que quizá lo que habíamos dicho fue desde la rabia momentánea o de las incidencias anteriores.
«No importa», eran las palabras que se repetían incansablemente. «No importa, sigue aquí». Aquella era la elección suya, estaba en la cama porque todo allí le pertenecía, incluso yo que nunca me había importado ser de nadie más sino suyo. Ahora estaba allí, como lo estaría la siguiente mañana y la siguiente a esa, como lo estaríamos siempre y nada más importaba sino nosotros. Y nosotros éramos eso, ese barco que navegaba entre el dolor y el amor, que a pesar de todo, seguía con las velas levantadas. Anne estaba ahí, lo demás no importaba. Después me besó los labios e incluso aquel hilo de pensamientos se esfumaron, arrastrándome al momento presente. Aquel donde mis manos abrazaban su cuerpo frío y su corazón latía despacio, tan despacio como siguiendo el ritmo del mío. Cada vez más y más despacio, como si no lo necesitáramos para vivir y quizá era de ese modo, pues estábamos ahora más allá de la vida física e indómita. Estábamos en el mundo de los sueños.
—¿Te das cuenta que vuelves a llegar tarde? —dijo Anne en un murmullo.
—De todas formas, pienso que van a despedirme —respondí siguiéndole el tono—. Y, por consiguiente, en este momento prefiero quedarme aquí.
Anne no respondió, pero escuché que soltaba una risita. Una risita delicada y casi me pareció que era un sonido desconocido, porque Anne apenas se reía.
—¿Por qué volviste? —pregunté al cabo de unos segundos—. Pensé que querías que pasara por ti y no era sino hasta más tarde, ¿pasó algo?
—Te extrañaba —dijo nada más.
Intenté abrir los ojos, quería mirarla mientras le pedía que volviera a repetirme aquello, pero la luz que se había colado en la habitación me encandiló lo suficiente como para que volviera a cerrarlos al instante. Aunque yo tenía retratado en mi mente su rostro; los ojos negros, grandes y siempre demasiado expresivos para los buenos entendedores, los labios medianos y pálidos, los lunares que, al unirlos, formaban alguna costelación en el cielo. La fragilidad que siempre transmitía, quizá porque la forma de las cejas que le entristecían la mirada o porque no solía reírse ni mostrar ninguna expresión más allá de aquello que uno mismo discernía.
—¿Qué tal te ha ido? —pregunté entonces, sintiendo como deslizaba los pulgares por los párpados instándome a permanecer con los ojos cerrados. No hubo ninguna respuesta, dejándome pase libre para continuar hablando—: No sé si leíste el reporte del clima, pero decían que iba a haber mal tiempo hoy. También escuché uno que otro trueno, sé que no te gustan. ¿Volviste a conducir? Tampoco te gusta conducir y…
—¡Chss! —Soltó de repente, sin dejar de acariciarme—. Hablas demasiado Alex.
Obedecí pese a que no era lo que quería.
—Hablas demasiado Alex —repitió—. Regálame un poco de tu silencio, es lo único que hasta ahora no tengo de ti.
—No me gusta el silencio. Me gusta hablar.
—Porque siempre tienes algo para decir, ¿no? —dijo
—Solo quiero hablar contigo.
—Tú sabes que siempre voy a estar aquí, ¿no? Contigo, siempre, Alex.
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Editado: 30.11.2024