Capítulo 16
Un día y medio después del suicidio
Alex
Le habían arreglado el pelo y tuve la sensación de que no le hubiese gustado el largo. Tenía los ojos cerrados, como si estuviera durmiendo plácidamente. La piel se le había puesto mucho más pálida.
Pese a eso, seguía siendo Anne.
Estuve observándola durante un rato. Intentaba encajarla con aquello que había leído. Era abismal la distancia entre la Anne que yo conocía y quien escribía… pero, con esta que estaba mirando, me pareció tan propio de ella.
Quería besarla, una última vez. Pero me sentí asqueado de ese mismo pensamiento.
También quería hablarle, pero cada vez que lo intentaba, sentía que las palabras se me hacía trinchera en la garganta. Era un nudo que iba apretando con cada minuto que pasaba.
Entre mis dedos se movía el anillo —que me había devuelto por la mañana— y al que había pensado tirar a la basura. Al final no fui capaz tampoco. En realidad no me sentía capaz de hacer nada. Cada uno de mis movimientos parecían robóticos.
La muerte. No sabía que significa más allá de lo que todo el mundo conocía. Y me preocupaba, porque mi vida sería un antes y después. Porque no sabía que había en el futuro y me aterraba la idea de seguir solo, no me imaginaba hablándole a alguien sobre ella.
Dos días después del suicidio
Alex
El informe de la autopsia había sido entregado, yo no era capaz de verlo. Y, a decir verdad, tampoco estaba seguro si deseaba saber lo que decía. Nada iba a cambiar con eso, ¿qué iba a decir?, ¿qué estaba muerta? Por si no quedaba suficientemente claro.
Ella ya no estaba, misma cuestión que le restaba importancia a cualquiera cosa que refiriera a lo que había sido su existencia. Y a como había terminado.
—Tú tienes que leerlo.
—Aleja eso de mí —le ordené a mamá, apartando el papel con la mano—. Puedes tirarlo a la basura, no me molesta. Es mejor. Estoy bien así.
Hubo un laxo de silencio, en el que me miró a los ojos, con desaprobación.
Estábamos en uno de los salones de la funeraria, donde estábamos haciendo un velatorio. Era pequeño y aunque no cabían muchas sillas, casi todas estaban vacías.
—Tarde o temprano deberás hacerlo, Alex —aseveró. Ella nunca solía llamarme por mi nombre a no ser que se sintiera molesta—. ¿No crees que estas tomando una actitud equivocada?
Aquellas dos últimas palabras me atravesaron el cuerpo, como una lanza.
—¿Una actitud equivocada? ¡¿Qué se supone que significa una actitud equivocada?! —cuestioné indignado—. ¿Es un maldito chiste, mamá?
La expresión seria no se borró de su rostro. No iba a dar el brazo a torcer y me jodía, me jodía como todos comenzaba a actuar. No había conocido esa parte insensible de ella y eso solo se sumaba a la lista de cosas paupérrimas que me atormentaban. Porque yo los necesitaba, más que a cualquier otra cosa, pero obtenía indiferencia y rechazo de su parte.
No lo entendía. Por qué quería orillarme a más sufrimiento.
—¡Estoy segura que ella querría que la recordaras con felicidad, no encerrándote en una prisión! —farfulló, sin bajar la guardia—. ¿Crees que le gustaría verte así?
Había un límite, uno demarcado y que no iba a permitir que pasaran por alto.
—¡Tú no tienes una maldita idea de lo que ella quería! —Exclamé apuntándola con un dedo—. ¡No te refieras a su persona porque no tienes la más mínima idea de nada! ¡Ni tú ni nadie!
Caminé lejos de la sala donde nos encontrábamos, lo más rápido que mis pies me lo permitieron. Sentía que todo el mundo a mi alrededor me observaba y se reía de todo el dolor que estaba golpeteándome el pecho y haciéndose trinchera ahí. La tristeza me carcomía desde lo más profundo de mi alma y recorría cada rincón de mi ser, sin tener la más mínima piedad de mí.
Se suponía que yo era el fuerte, tan fuerte como un peñasco. El que siempre toma las ‘decisiones correctas’, pero hoy me estrellaba en el mar de ausencia, de su partida. Como un meteoro sin dirección, estaba impactado en mi cuerpo con una fuerza altamente autodestructiva. Dejando pedazos de mí en el gran océano y con él me hundía en el olvido.
—Alex —escuché a alguien llamarme. Estaba en cuclillas a la entrada de la funeraria. La persona caminó hasta mi lado—. Ey, levántate de ahí.
Emilie me tomó por el brazo. Sus manos apenas podían generarme alguna mínima sensación. Al notar mi negativa por moverme se sentó junto a mí. Había aparecido unas horas antes, con la intención de darme el pésame y había terminado quedándose.
—Ven aquí mi pequeño ángel —murmuró abrazándome—. Ya estoy aquí, no te agobies, todo va a estar bien.
Emilie acunó mi rostro en su pecho, arrullándome y permitiéndome dejar ir la rabia que me consumía sin piedad. Muchas noches atrás me seguía preguntado por qué Emilie, a pesar de yo haberla lastimado, seguía siendo igual de especial e incondicional conmigo.
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Editado: 30.11.2024