Como todos los años, al pueblo llegó el día dedicado a las madres y como todo mundo el escritor se puso a pensar en el regalo perfecto. Primero miro artículos para el hogar pero pensó que eso solo le provocaría más trabajo del que ya tenía su anciana madre, era mejor algo que pudiera lucir, así que fue a la joyería, sin poder encontrar algo que igualara la belleza de tal mujer. Enseguida pensó en ropa sin embargo los vestidos no eran su especialidad así que desistió.
Entrada la tarde y sin regalo el escritor encontró un puesto de flores y quiso comprar algunas, más al reflexionar sobre la efímera felicidad que darían, opto por no comprarlas. El resto de la tarde camino sin saber que regalar a la mujer que le dio la vida, hasta que sin saber cómo, se encontró frente a la puerta donde vivían sus padres. Decepcionado por no llevar nada tocó a la puerta y una anciana voz le pidió que entrara. Al cruzar la puerta se encontró con aquel recibidor que a pesar de lucir vació nunca había perdido su calidez. Al fondo estaba un par de viejos acurrucados cada uno en su vieja mecedora y frente a ellos una chimenea que débilmente producía calor. Lentamente el escritor se acercó a la pareja que volteo a ver quién era el visitante, ambos sonrieron con sus marchitos labios y lo miraron fijamente con sus ojos cansados por la vida.
- Por un momento creímos que no vendrías - dijo temblorosamente el viejo.
El escritor besó a ambos en sus arrugadas frentes y comentó - Perdónenme, quería darle a mamá el más bello regalo pero no encontré nada - desconsolado se arrodilló frente a su madre y como chiquillo comenzó a derramar lágrimas.
- Hijo - agregó su madre - tal vez buscaste por todo el pueblo un regalo, pero ¿Acaso el mejor regalo de una madre no es su propio hijo? -
El escritor en ese instante comprendió lo equivocado que estaba y con todo su corazón abrazo a sus padres.