De Taxista a Presidente

La Plaza

Después del almuerzo Beto fue dejando que los viajes lo acercaran al centro porteño. Cuando estaba en el microcentro dejó la bandera baja y dio vueltas tranquilamente hasta que de milagro, o al menos así lo sintió él, encontró un lugar para estacionar en una calle empedrada. Se calzó la gorrita y los lentes oscuros, para disminuir las posibilidades de ser reconocido, y fue hasta la máquina del estacionamiento medido. Pagó por dos horas, porque sabía que en esa zona la grúa era implacable, por comentario de muchísimos pasajeros.

            Caminó entre bastantes personas, por una vereda antigua y angosta, hasta llegar a Plaza de Mayo.

            En el centro estaba ese pequeño obelisco al que llaman Pirámide, a un lado había un grupo de gente viviendo en carpas con grandes carteles de tela donde se leían sus reclamos, entre las palomas se fotografiaban turistas de inverosímiles bermudas, al fondo un grupo de escolares promediaba su día de excursión y frente a todos ellos, ocupando la cabecera de la plaza, tras un enrejado y un vallado de seguridad se alzaba, estoica, inalterable, inalcanzable, la Casa Rosada que parecía, sin embargo, estar esperando a Beto.

            Él caminó, con su gorra y sus anteojos, hasta el centro del enrejado que convergía en un portón con una garita blindada. El acceso era vigilado constantemente por dos policías. Beto se acercó a uno de ellos.

- Buenas tardes, yo vengo porque... este...

El Policía, un tipo canoso de mandíbula cuadrada, lo miró interrogativamente, esperando una explicación. Beto pensó en contarle todo lo que le había pasado en estos días, pero suspiró y optó lo más simple. Se sacó la gorra y los anteojos.

- Me llamo Alberto Castellar, no sé si me habrá visto por la tele...

- Ah si, claro... el taxista que puede ser presidente. – dijo el Policía con interés.

- Justito. Ese soy yo. Por eso vengo acá para ver si puedo hablar con alguien que me aclare un poco todo esto...

- Ah claro... un momentito.

El uniformado se metió dentro de la garita blindada, cruzó unas palabras con su compañero, que se quedó mirando incrédulo a Beto a través del vidrio grueso, e hizo un breve llamado por un teléfono interno.  Salió y se acercó amablemente a Beto.

- Ahora me llaman.

- Buenísimo.

Transitaron un silencio incómodo, pero el policía no dejó pasar la oportunidad de hablar con un famoso, ya lo había hecho muchas veces, incluso a algunos los había hecho esperar más de la cuenta para tener una conversación más interesante.

- Qué despelote ¿no? – dijo buscando empatía.

- No se imagina...

- Yo lo vi hoy en la tele. Me gustó mucho lo que dijo.

- ¿En serio? ¿Qué parte?

- “Los delincuentes a un pozo”.

            Beto se quedó petrificado, pensó en explicarle mejor lo que había dicho sobre las cárceles, pero nuevamente optó por la simpleza.

- No sabe cómo me alegro.

            De repente el policía se le acercó y adoptó una actitud de confidente.

- Escúcheme una cosita... entre nosotros... le digo esto pero no lo comente ¿eh?

- No, no, tranquilo.

            El policía se acercó más y bajó más la voz, mirando para todos lados como si tuviera miedo de ser descubierto haciendo algo clandestino.

- Tiene que cuidarse acá adentro. Tiene que desconfiar. Mucho turro... mucho mucho turro.

- Me imagino.

- No, no se imagina.

El policía posó una sonrisa cómplice, para hacerle notar que había usado su misma frase. Beto largó una risita. Sonó el teléfono de la garita y el policía se apresuró a entrar para atender. Levantó el tubo y lo volvió a colgar casi enseguida, como quién ha recibido un mensaje directo y breve.

Volvió a salir de la garita y miró a Beto con resignación.

- No.

- ¿No qué?

- No lo puedo dejar pasar, no lo puedo dejar hablar con nadie, nada de nada. Es la orden.

            Beto quería gritar, pero se contuvo y subió apenas el tono de voz.

- ¡Pero no puede ser! ¡Alguien se tiene que hacer cargo de esto, no se le puede decir a una persona “buenos días, usté va a ser presidente” y nada más!

            El policía parecía estar de su lado, posiblemente sólo porque eso le daba la razón.

- Una turrada, le digo mucho turro acá adentro. Usted hágame caso. Desconfíe. ¡DESCONFIE!




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