Delileh y otros cuentos malditos

Miel y azúcar

Recibir esa noticia fue como un tremendo baldazo de agua fría golpeando justo sobre su cabeza.

Ya venía sospechando hace bastante tiempo, su instinto femenino le advertía , que era víctima de alguna conspiración malvada de la vida.

Cuando su amiga se acercó a ella en esa cafetería, y la miró con gesto serio y compadecido, en su interior ella lo esperaba, en su mente ya sabía lo que iba a venir. Y no se equivocó.

La mujer la miró y le dijo las palabras al oído. 

Ella no se movió de su sitio por unos minutos, se sintió vacía, devastada e incapaz de articular alguna sílaba con sus labios temblorosos. 

Pero ni una lágrima cayó de su mejilla. 

Después del trance inicial, y aún con el odio hirviendo en su interior, decidió que era momento de ir a su casa. 

Su compañera se ofreció a ir con ella, consolarla, ofrecerle su apoyo; ella no quiso, era mejor tragarse la rabia sola, digerir esa tremenda afrenta en soledad.

Al llegar a su casa, lo primero que hizo fue correr a la cama y tirarse a llorar, derramar esas lágrimas acumuladas que tanto mal le hacían.

Se sintió destrozada, su corazón hecho añicos despedazado y manoseado. 

Se sintió un juguete, presa de un cruel depredador.

Presa de una fiera sin compasión.

Y esa fiera era su esposo.

Ella, que siempre estuvo junto a él sin ninguna queja, como una declaración de amor dicha a perpetuidad. 

Pero ahora, esa promesa volaba en mil pedazos, rota por las manos imprudentes de Riley.

Él, que juró ser leal al lazo del matrimonio era quien lo rompía.

Al final, ella siempre fue la desdichada que había cumplido su deber de esposa fiel, y a cambio recibía la puñalada traicionera de Riley sin merecerlo. 

Ese infeliz...

Ella lo creía saber, pero esa amiga se lo habría de confirmar.

Su marido se encontraba con otra a sus espaldas. 

Amanda era testigo; sin darse cuenta lo había visto con la intrusa, una mujer de su mismo barrio, casi una conocida. 

Una perra inmunda que se acostaba con él sin importar su estado civil. 

Pero eso era lo de menos, ella realmente consideró que el culpable, el autor material, era Riley. Ya se ocuparía de la amante en alguna otra oportunidad, no tenía apuro con ella. 

Con el pasar lento de las horas, un deseo de venganza se apoderó de su ser, unas ganas irresistibles de provocarle sufrimiento a Riley la embargaron.

Ansiaba la hora de, ella misma, ser la portadora de la venganza, ese ángel destructor que llevaría a cabo el plan de venganza.

Por eso esperó horas y horas hasta que oyó a su esposo entrar en la fría casa, helada como si fuese un presagio de lo que iba a ocurrir.

Fingió normalidad y sonrisas mientras le ofrecía la copa, en la que previamente ella había volcado una pequeña dosis de ansiolítico. 

Una pequeña ayuda que le permitiría hacer su trabajo sin que Riley se diera cuenta.

A la hora siguiente, él se hallaba recostado en su reposera favorita disfrutando del fresco aire del jardín, dormido después de una agotadora jornada de trabajo.

Dentro de la oscura cocina, ella mezcló el elixir de la venganza, azúcar y miel, tan dulce como el amor que Riley rechazó.

Un amor que nunca le fue merecido.

Apretando el recipiente contra su pecho salió al jardín, sus pies descalzos caminaron por el césped rumbo a la reposera donde estaba él.

Una vez allí lo miró.

Le dio asco... 

Estaba durmiendo como un ángel, algo que él no era, jamás lo había sido, él era un demonio perverso.

Un demonio que se quemaría en su propio fuego.

Levantó el recipiente sobre el cuerpo de Riley, de a poco el néctar fue cayendo impregnando toda su humanidad.

Cayó sobre su pecho, sus brazos y las piernas.

Y también su rostro.

Atraídas por el olor a miel, de a poco, una cuantas abejas comenzaron a acercarse, enfurecidas. 

Al verlas ella sonrió. Las había visto por la mañana, su panal estaba muy cerca de allí, y eran golosas. 

Bien lo sabía. 

Al rato, los gritos de Riley inundaron el jardín rebotando contra los muros de piedra, muriendo apagados por el zumbido de los animales.

Las abejas cubrían su cuerpo, y él se debatía, cosa que embraveció más a los insectos, que respondían clavando su aguijón, llenando de toxinas su piel.

Al cabo de unos minutos, irreconocible, por fin dejó de moverse.

Había perdido sus hermosas facciones bajo la acción de las furiosas abejas, ya no era el hombre que ella conoció.

Una oleada de asco la inundó y no pudo evitar escupir su hinchada cara. 

Lo bueno era que jamás la volvería a engañar, nunca más. Y eso la consolaba, por fin su venganza se había cumplido. 

Se sentó en el living, todavía portaba el tarro de miel y azúcar. 

 De pronto la invadió el deseo y metió el dedo en él, removiendo el viscoso contenido, se sentía tan bien que quiso probar.

Extrajo su dedo y lo introdujo en la boca, qué dulce era el sabor de la venganza.

Un sabor a miel y azúcar.



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En el texto hay: terror sangre mujeres antologa bruja

Editado: 25.05.2020

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