Trece.

Las lágrimas corrían por mi rostro y mis mejillas ardían. La tristeza y la vergüenza se apoderaban a partes iguales de mi mente. ¿Por qué demonios se me había ocurrido la grandiosa idea de contarle esto si después me iba a poner a llorar como plañidera? 

Estaba en su casa, se suponía que íbamos a pasar un buen rato y que quizás lograría conocerlo más. Y en lugar de eso, iba yo, grandísima tonta, y me largaba a contar una parte espantosa de mi vida, mostrándole cuan vil y rastrera podía llegar a ser, al punto de cargar con la muerte de un inocente en mi conciencia. 

¿Qué debía hacer ahora...? Miré a mi alrededor. Sentía como si me hubieran anestesiado. Mi visión se había tornado borrosa y no era precisamente por las lágrimas. Parecía que no podía retener nada en absoluto y comencé a marearme. Un pitido se tomó descaradamente mis oídos. 

De pronto sentí unas manos cálidas y grandes en torno a mis mejillas. 

—¿Daphne? Daphne ¿estás bien? —La voz de Vante sonaba tan cercana y lejana al mismo tiempo... Sonreí intentando apartar su preocupación, pero lo cierto es que no sabía lo que estaba haciendo. Me dolía el pecho y mi corazón se sentía raro. Aun así, dejé la taza a mi lado y me puse de pie.     
—Lo siento, Vante... No me siento bien. Perdóname, pero me voy a casa.         
—No, tú no te puedes ir así. —Vante se puso rápidamente frente a mí mirándome con preocupación y con esa ternura que había visto en sus ojos la primera vez que lo conocí.     
—Vante, ya has tenido la suficiente paciencia conmigo. El otro día intenté besarte sin ninguna razón, ahora vengo a tu casa a hacer el ridículo y creo que esto, muy a mi pesar, debe quedar hasta acá antes de que termine completamente humillada, si es que ya no lo estoy. 

Vante me envolvió con sus brazos, impidiendo que me fuera.

—¿Crees que eres la única que ha pasado por humillaciones? ¿La única que ha cometido errores? Estás muy equivocada, Daphne. Todos hemos hecho alguna vez algo de lo que nos arrepentimos. ¿Crees, por ejemplo, que yo soy perfecto? Si piensas eso, no puedes estar más lejos de la verdad. No sabes la de veces que mi pasado me ha torturado. Y más ahora, que hacer las cosas bien ya no es una opción. Yo no soy quién para juzgarte, ni nadie lo es. Pero sí es necesario que entiendas algo. Tú no eres culpable de la muerte de Taeyang. Él tomó la decisión de acabar con su vida. Sé que suena despiadado, pero así son las cosas. No eres responsable de lo que otros decidan hacer con su existencia, por mucho que tus palabras hayan sido inadecuadas. Lo que lo condujo a tomar una decisión tan drástica seguramente era el peso de su propia culpa junto con las circunstancias que estaba atravesando. El suicidarse no es un acto impulsivo. Seguramente él ya lo había estado pensando.   
—Pero fueron mis palabras las gatillantes de su elección. De eso no hay duda.
—No, Daphne. No fueron tus palabras. Fueron las conclusiones que él sacó en base a ellas, conclusiones que él alimentó, aunque fuera en una fracción de segundo. Es verdad que fuiste dura con él. Pero tú no tenías la culpa de las situaciones que le tocó vivir y que, finalmente, debieron ser las que interfirieron en gran parte con su estabilidad emocional. Hiciste lo mejor que pudiste. Tienes que recordar eso. Más allá de lo que le dijiste, él no consideró al momento de... saltar, todo lo que habías hecho por él, lo que vivieron juntos. Prefirió, en cambio, hundirse en la emoción que lo dominó en ese momento y abandonarlo todo. No lo juzgo por eso, pero también tiene tintes de venganza. Daphne, es muy pronto aún para asegurarlo, pero creo tener la certeza de que tus intenciones jamás fueron dañarlo, ni a él ni a nadie. Así que, por favor, no te culpes. No tienes que cargar con eso, ya no. 

Los dedos de Vante se deslizaron por mi rostro, secando mis lágrimas. Sus ojos brillaban de una forma extraña, pero tranquilizadora. 

—Quédate esta noche. Estás muy vulnerable. Quiero estar a tu lado. 
—Está bien... —acepté.

Entonces me guio hacia su cama separando las mantas y señalándome que me tendiera bajo éstas. Él se acostó a mi lado y apagó la luz, quedándonos a oscuras, con el débil resplandor de la luna amordazada por las nubes dibujando los contornos a través de la ventana.

Lo observé en silencio, al igual que él a mí, y extendí mi mano hacia su cabello. Parecía seda. Lo toqué con suavidad y luego la pasé por su mejilla, delineando la caracola de su oído y el afilado hueso de su mandíbula. Él posó su mano sobre la mía, acariciándola casi con fervor y la cogió para luego besar el dorso de ésta y el interior de mi muñeca. 

—Daphne... —Su voz sonó ronca y dulce, causando un mar de sensaciones agradables en mi interior. Él se aproximó a mí y me atrajo contra su pecho, pasando su brazo por mi cintura para luego acariciar mi espalda. Me quedé allí, respirando su aroma y acariciando su rostro hasta que mis ojos se cerraron. 

Desperté, abrazada a la espalda de Vante. El cielo se había despejado y la luna fulguraba en todo su esplendor, haciendo centellear su cabello. Pasé mi mano por éste y luego por su mejilla, pero algo estaba mal. Su rostro y su cuerpo estaban mortalmente fríos. Lo remecí.

¿Vante? —Le dije en voz cada vez más alta por el miedo— Oye ¿Qué te pasa? Respóndeme.

No había respuesta, ni siquiera frente a mis reiterados zamarreos que cada vez eran con más fuerza, hasta que conseguí voltearlo. Lo que vi me llenó de pavor, paralizándome. Su rostro estaba amarillento e hinchado, las venas, de un color morado sanguinolento, sobresalían bajo su piel y sangre coagulada, espesa y negra caía lentamente desde sus fosas nasales hasta sus labios, usualmente encantadores y llenos de vida, y ahora resecos y blancos.  Pero lo que más me aterró fueron sus ojos abiertos, ausentes, sin brillo, fijos en un punto distante y probablemente inexistente.