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Giannina no paraba de dar vueltas, a solas en su habitación no hacía más que pensar en que algo no andaba bien, la voz de Marco la última vez que hablaron tenía algo que ella misma no alcanzaba a descifrar, quizá fue el tono de su voz, o la forma de pronunciar las palabras… O quizá solo era su imaginación que le jugaba sucio poniéndola en contra de su marido. Con cada paso que daba en círculos un nuevo pensamiento aterrorizante llegaba a su mente, escenas en donde su amado esposo se divertía con otra gente, con otras mujeres, compañía alegre que ella no era desde hace mucho tiempo para él, en su mente, su marido fijaba su mirada tan magnética y atractiva en una mujer sin rostro, una que seguramente se veía atractiva, bien arreglada, sexi, completamente distinta a ella que con el tiempo se había vuelto sosa y aburrida. Para su tortura las escenas dentro de su cabeza se volvía más y más despiadadas, la desesperación se tornó más intensa y con ello las imágenes se volvían más torturantes; Gia trataba a toda costa de no dejarse llevar, puso sus manos en su cabeza apretándola con todas sus fuerzas en un inútil intento de controlar esos pensamiento, pero a pesar de su lucha la imagen de Marco dentro de su cerebro acariciando a esa mujer, besándola, haciéndola temblar de placer mientras ella pasaba sus días inutilizada por una enfermedad que estaba llevándola al punto de desear no estar viva, el aire a su alrededor cómplice de su tortura se negó a entrar en sus pulmones haciéndola jadear, el desespero empeoró la angustiosa sensación de asfixia que se apoderaba de ella, quería calmarse, pero era inútil, ya había perdido el control.
- Marco… - susurró ahogada– Marco… - llamó de nuevo casi sin aliento.
Mareada perdió el equilibrio, sus piernas como gelatina se negaron a sostenerla más tiempo, trató de apoyarse en una silla antigua cercana a su cama, pero lo único que logró fue caer al suelo inconsciente llevándose consigo el mueble.
Sentada en la cocina Martina hacia lo posible por decidir el menú de la cena de esa noche en medio de la interminable habladuría de Rosa que caminaba inquieta de aquí para allá ordenando las compras del día.
- Señora Martina, puede preparar el cordero como lo hizo la otra noche, al padre de la señora Gia le gustó mucho.
- Si. A mi esposo.
- Claro, claro, a su esposo. O quizá un risotto. -agregó pellizcándose el mentón en forma pensativa- esa receta es deliciosa, me la enseñó mi prima Chichina, la que cuida de la casa del señor Marco en Amalfi.
- Gracias Rosa. Lo tomaré en cuenta. – dijo con la poca paciencia que le quedaba preguntándose como su hija soportaba tanta habladuría de parte de la empleada.
- Pero si usted quiere yo la ayudo con una crema de verduras que es muy ligera…
- No… gracias, Rosa, ya se me ocurrirá algo.
- Bueno, pero sin querer entrometerme, porque sabe que no me gusta hablar de más, yo opino…
Un ruido estrepitoso en la planta alta de la casa interrumpió la catarata de palabras de Rosa, ambas mujeres se miraron a los ojos con el mismo pensamiento. Martina corrió escaleras arriba seguida por la empleada, el temor de que algo grave le pudiera haber pasado a su hija hacía que sus pies prácticamente volaran cortando la distancia que había hasta el cuarto de Giannina, al llegar abrió la puerta buscándola con la mirada hasta verla inconsciente tendida en el suelo con la silla en la que trató de apoyarse sobre ella.
- ¡Giannina! – gritó acercándose rápidamente hasta ella.
- ¡Se desmayó! –dijo Rosa apartando el mueble que Martina había quitado de la frente de su hija.
- Busca ayuda Rosa… ¡Rápido!
Rosa obedeció de inmediato, salió a toda velocidaden busca del padre de Gia que para esa hora de la tarde siempre paseaba entre sus manzanos dejando a Martina haciendo lo posible para reanimar a su hija; palmeaba su rostro, masajeaba sus brazos, pero nada la hacía volver en sí.
- Hija, despierta por favor… - rogaba mientras buscaba indicios de que Gia hubiera podido atentar contra su vida.
Desde que Giannina fuera diagnosticada con manía depresiva o como lo llamaron los doctores, síndrome bipolar, la angustia más grande de su madre al igual del de toda su familia era que su estado llegara a ser tan grave como atentar contra ella misma, los doctores le advirtieron que podría llegar a suceder en caso de que dejara el tratamiento, y ya hacía varios años que lo había dejado por ese empeño de embarazarse y Martina temía lo peor. Pocos segundos después Doménico se presentó en la habitación, el miedo lo paralizó un segundo antes de correr hasta donde estaban su esposa e hija desvanecida.
- ¿Qué paso Martina?
- No lo sé. – respondió casi desesperada – yo estaba en la cocina… escuché un ruido y subí a ver qué pasaba, la encontré así.
- Déjame levantarla.
Doménico aparto a su esposa, con algo de dificultad nacida de su avanzada edad levantó a su hija en brazos para llevarla hasta su cama seguido por Martina a cada segundo más preocupada.
- Gia… - llamaba Doménico tratando de controlar su angustia – Hija bella, despierta.
- Y si se tomó algo Doménico… -soltó Martina pensando lo peor.
- ¿Qué dices? ¡Mi hija no haría eso!
- Ha estado muy mal en estos días.
- Tú no has ayudado, y no ayudas ahora tampoco, así que mejor te callas.
- ¡Rosa! – gritó Martina a la empleada que no se había movido de su lado extrañamente silenciosa.
- Dígame, señora.
- Busca la botella de alcohol, ¡apúrate!
La mujer se movió lo más rápido que sus nervios le permitieron, buscó una botella de alcohol que sabía que su señora tenía en su closet y un pañuelo.
- Tenga señora… mójelo y se lo pasa por la frente.
- Martina tomó ambas cosas, impregnó el pañuelo de la olorosa sustancia y comenzó a pasarlo por el rostro de su hija.
- ¿Qué haces? – preguntó Doménico exasperado – ¡la vas a asfixiar!