CAPÍTULO VI
Comencé a moverme lentamente. Tenía los ojos cerrados, pero cuando los recuerdos se acumularon en mi mente, los abrí de golpe. Estaba un poco aturdida, pero podía asegurar que no estaba en un hospital. Estaba en mi habitación.
Llevé mi mano al pecho para buscar mi herida. Tanteé toda la zona desesperada en busca de algún dolor, pero nada. Miré hacia abajo y abrí los ojos. Estaba en pijama. Otra vez.
No, no, no. No podía ser. Eso fue muy real. Estaba despierta. Me levanté corriendo hasta el baño y levanté mi camiseta. Tanto mis ojos como mi boca se abrieron. No tenía ni una sola herida.
¿Cómo es posible?
Bajé mi camiseta y recordé cada detalle de la noche anterior. Después de que Marien se fuera, cené y me metí en la ducha. Al salir, mientras me secaba, ese hombre me atacó.
No me había metido en la cama en ningún momento. Toqué mi pelo. Seco. Bueno, después de toda la noche era comprensible que se secara. Fui a la habitación y toqué la almohada. También seca. Eso ya era más extraño. Si me hubiera acostado con el pelo mojado, la almohada estaría húmeda, al igual que mi cabello debería estarlo, aunque fuera un poco.
Me senté en el borde del colchón, con las manos entre mis rodillas y la mirada perdida. En mi mente solo aparecían los recuerdos de la anterior noche. Tan real como la otra vez. Pero esta vez había una diferencia. Esta vez había clavado el puñal en mi pecho. Estaba consciente para ver y sentir la sangre caer por mi cuerpo. Esta vez no tenía ni una duda. Había sido una pesadilla. Otra.
Incliné mi cuerpo y apoyé mis codos en mis rodillas y hundí mi rostro en mis manos.
¿Qué me pasaba? ¿Por qué tenía esas horribles pesadillas?
Cerré los ojos fuertemente al sentir las lágrimas acumularse en ellos. No quería llorar por eso. Era una tontería. Me afectaba, pero, al fin y al cabo, era una pesadilla. Un producto de mi imaginación.
Sin poder evitarlo, algunas lágrimas se deslizaron por mis mejillas. Los recuerdos me golpeaban fuertemente y lo que recordaba era tan real que no podía hacerle frente. No podía dejarlo pasar tan fácilmente como si de un sueño se tratara. No sabía porque no podía distinguir la realidad de los sueños.
Me limpié las lágrimas de un manotazo y me dispuse a arreglarme para ir al trabajo. Eran las siete menos veinte de la mañana. Eso es lo que marcaba el reloj y ni siquiera había sonado la alarma. Esta vez no perdería tiempo en ir a la comisaría y menos aún que volvieran a tacharme de loca. Porque eso es lo que pasaría si contaba que me apuñalaron en el pecho y ahora seguía viva y sin ninguna herida.
No tardé en arreglarme. Apenas lo había hecho realmente. Me había vestido con lo primero que había encontrado sin pararme a pensar si combinaba o si estaba sucio. Me daba igual en ese momento. Ni siquiera me peiné.
De camino a la cafetería no paraba de darle vueltas. No podía quitarme esa sonrisa de la mente. Tenía una duda. ¿Cuándo me acosté? ¿Llegué a ducharme realmente? ¿Cené? Ya no sabía dónde empezaba el sueño y dónde acababa la realidad. Me estaba volviendo loca.
Cuando llegué delante de la puerta del local, me percaté de la poca gente que había en la calle. Normalmente solía haber más personas, corriendo de un lado a otro para ir al trabajo y no llegar tarde. Lo pasé por alto y abrí.
Llevé a cabo mi rutina diaria y esperé que llegaran Alice y Zack. Hoy les tocaba a ellos el turno de mañana. Zack tenía clases todas las tardes así que siempre venía de mañana.
Alice y Zack no tardarían en llegar, así que mientras los esperaba me preparé un café para despertarme. Me sentía cansada a pesar de haber dormido… La verdad es que no sabía cuánto había dormido, más que nada porque no sabía la hora a la que me acosté.
El tiempo pasaba y ni siquiera habían entrado los clientes y eso me pareció bastante extraño.
Tanto Alice como Zack ya deberían haber llegado, pero ninguno lo había hecho así que me dispuse a llamar a Zack, pero al desbloquear la pantalla del móvil me detuve y abrí los ojos desorbitadamente. Eran las seis y media de la mañana. Las seis. No las siete como yo creía. No podía ser. Yo había mirado la hora en el reloj de la mesita de noche y ponía que eran las siete menos veinte, y eso antes de arreglarme. Eso quería decir que deberían ser las siete y media por lo menos.
O no. Quizá no vi bien la hora. Por eso no había entrado nadie al local. Por eso había tan poca gente por la calle.
Esto cada vez se estaba poniendo más feo. Ya no veía bien ni la hora. Ya no distinguía la realidad de lo sueños o, mejor dicho, de las pesadillas, porque si fueran sueños bonitos me daría igual no distinguirlos. Pero no. Tenía que ser un psicópata asesino el que se me aparecía cada noche en lugar de un tío cachas desnudo. ¿Qué? Una tiene sus necesidades, aunque las disimule muy bien.