—¡Le doblás la edad! —reprendí a Miguel cuando llegó cerca de la una de la mañana.
—¡Eso es lo divertido! Hoy he sido espontáneo y, al menos por unas horas, auténtico. No me pidas que renuncie a lo que me hace bien.
—Le vas a hacer daño y todo se va a ir a la mierda, acordate de que Cristina está en medio.
—Estás mezclando todo. ¿Por qué le haría daño?
—Porque es un niñito. Ya debe estar armando castillos de colores con vos como su príncipe, lleno de ilusiones.
—Danilo ¿Me creés incapaz de ilusionarme? Quizá el que está armando el castillo soy yo.
—Sos un hombre grande y coherente, Miguel.
—Soy un hombre, sí. Y aunque te sorprenda, tengo acá dentro —apoyó la mano sobre su pecho— algo que late y al que no se le da “off” a tu antojo ¿Sabés de lo que hablo? —al no obtener respuesta, siguió hablando— ¡En verdad, Ana le dio en el clavo hoy!
—¿Qué tiene que ver la mocosa conmigo? —pregunté desafiante.
—Cuando te bajaste dijo que estabas chiflado y eso que compartió poco tiempo con vos.
Aunque me mantuve serio, cuando Miguel me dejó a solas, sonreí. Pude imaginarla, toda altanera, quejándose de mí.
Una vez más la desee.
Durante los siguientes días, Miguel se la pasó enganchado al teléfono como un boludo. Los problemas en el trabajo se triplicaban y él sonreía asegurando que encontraríamos soluciones.
El miércoles al medio día, salimos de una reunión muy intensa y nos dirigimos a un almuerzo. Miguel detuvo el auto en una zona que no acostumbrábamos a visitar, habían muchos colegios.
—¡Decime que no es lo que estoy pensando! —gruñí cuando me di cuenta de lo que sucedía.
—No leo el pensamiento, Danilo.
—No te hagas el boludo ¿Qué hacemos acá?
Miguel aguzó la vista, golpeó el volante feliz y bajó del auto. También descendí pero permanecí apoyado sobre la puerta cerrada. Detrás de Rau venían dos pendejos, los mismos que lo habían golpeado el día que lo conocimos. Se detuvieron en seco al encontrarse de frente con mi amigo.
Busqué a Ana con la mirada, se me secó la boca cuando la vi unos pocos pasos detrás de Rau. Si bien el otoño estaba por llegar, el calor de verano todavía se sentía. Traía la falda demasiado corta, la camisa blanca arremangada, con los primeros botones desprendidos. Entre sus manos, para completar la fantasía, traía la carpeta y la corbata. Miraba discretamente a los dos cobardes que molestaban a Rau, cuando pasaron por su lado estiró la pierna, interfiriendo en el camino de uno de ellos que cayó al suelo de cara. Ana siguió caminando como si nada hubiera sucedido. Miguel y Rau caminaban tan embobados que no notaron el bullicio que se armó y se subieron al auto. La tenía a escasos metros de distancia cuando me referí a lo sucedido.
—¡Bien jugado, mocosa!
Blanqueó los ojos ante el adjetivo que había utilizado, seria me respondió:
—¡El que las hace, las paga, gigante!
Asentí y le abrí la puerta trasera para que ingresara.
—Veo que recapacitaste y regresaste caballeroso.
—Ves mal, Miguel me obliga a sentarme atrás, junto a vos.
Flexionó el brazo hasta golpearme con el codo. La risa cristalina que me nació, sorprendió a todos, incluyéndome a mí. Tuve que aceptar que Miguel tenía razón, Ana era una bocanada de aire fresco.
Dentro del auto, Miguel no demoró en interrogar a Rau, sobre los pendejos que lo molestaban. El chico quiso desestimar la situación, Ana aprovechando el interés de mi amigo se arrastró hasta quedar en medio de los dos asientos delanteros.
Me sentí un pervertido al seguir el recorrido de la tela de su falda que dejó una mayor porción de su pierna al descubierto. No llevaba medias y su piel clara y pareja me llamaba a gritos.
—Lo molestan siempre, yo estoy muy preocupada porque cada día es peor y nadie hace nada.
—¡Ana! —se enojó Rau— Hablá de tus problemas, yo me encargo de los míos.
Ella bajó la mirada, notablemente avergonzada.
—¿A vos también te molestan? —no pude dominar el ímpetu de mi tono.
Ambos contestaron a la vez, solo que Rau dijo que “sí” y ella respondió un firme “No”.
—¡Ana! —chilló Rau.
—Conmigo es distinto —se apuró en responder— yo puedo defenderme sola.
—Sí, como la vez que te partieron el labio.
—¡Esos hijos de puta te golpearon! —grité como un energúmeno y me acerqué tanto que nuestros rostros quedaron a escasos centímetros.
Sus ojos cayeron en mi boca, se mordió el labio inferior, provocando que mi corazón se largara a correr una carrera de latidos que me hizo desear poder ponerlo en “off” como había sugerido Miguel.
—Solo porque son unos cobardes y buscaron a alguien más para que se les uniera. Saben que a ellos dos los atiendo sentada. —porfió orgullosa.
Miguel detuvo el auto de una sola frenada, yo me encargué de interrogarla.
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Editado: 04.11.2024