Ana me tenía en un puño.
Después de dejarle el helado en su casa no hice más que esperar un mensaje suyo. Cuando Miguel me contó que estaba en problemas, me desesperé para luego enorgullecerme al comprobar, en el rostro de sus compañeros, lo bien que se había defendido.
Nunca me hubiera imaginado que tenerla solo para mí, con la guardia por primera vez baja, me llenaría de paz y mejor ni hablemos de cómo me hizo hervir la sangre con solo acariciarme. En el momento en que pasó, sin contemplaciones, la lengua por la herida que me recordaba la peor tragedia de mi vida, supe que por el resto de mis días besaría el piso por el que ella caminaba.
Rau no pudo obtener permiso para retirarse antes, por lo que lo esperamos sentados en una cafetería cercana.
—Miguel —lo llamó mientras depositaba la barra de chocolate dentro de la taza llena de leche— ¿Qué sentís por Rau?
Mi amigo sonrió y los ojos se le iluminaron, para mí fue una clara respuesta pero Ana necesitaba escucharlo y él no la defraudó.
—Rau es hermoso, Ana —ella asintió— y eso fue lo primero que me atrajo pero mientras más lo conozco más me gusta su frescura, su espontaneidad, la lealtad que tiene hacia vos, el nulo complejo al tener que mostrarse como es, la facilidad que tiene para demostrar lo que siente sin miedo. Rau me ha devuelto la alegría y la motivación. Yo nunca fui como él, ni siquiera de chico y siento mucho orgullo por lo valiente que es.
—¿Vas a llorar de nuevo? —le pregunté para detener el monólogo de Miguel, no soportaba ver las lágrimas de Ana.
—Lloro de felicidad, Rau se merece un amor bonito.
—Recién se conocen, Ana Paula, no pueden hablar de amor todavía.
Miguel resopló cansado de mí, Ana golpeó la mesa captando la atención de los dos.
—¡Ana Paula y una mierda, gigante sin corazón! ¡No te metas con Rau porque me vas a conocer! —me amenazó apuntando la cuchara de su submarino hacia mí— Y ahora seguí tomando el café en silencio.
Fingí seriedad pero por dentro mi alma estallaba divertida con mi mocosa polvorita.
—Gracias, Ana —habló Miguel— no sabés hace cuánto te espero —le confió sorprendiendo a los dos.
—¿Vas a ir a entrenar? —le preguntó Rau ni bien puso un pie en el auto.
—No lo sé, no tengo muchas ganas.
—¿Puede ir Migue a tu casa a ver películas a la noche?
—Mañana rendimos biología —le recordó.
—¡Ana, no seas aguafiestas!
—¿Para qué me preguntás? Si al final hacés lo que querés.
A la noche, cuando Miguel vino a despedirse, lo sorprendí. Estaba listo para irme con él. Nadie me había invitado y a mí no podía importarme menos.
Al llegar, Rau salió y recibió a mi amigo colgándose de su cuello. Los esquivé enloquecido por ver a Ana, en el inmenso salón no había nadie.
—Tenés que subir por las escaleras, la cuarta pieza a la derecha es la de Ana —habló Rau detrás mío.
La escalera, que me recordó a la del Titanic, donde Jack espera a Rose, se me hizo eterna. Estaba atento a la cantidad de puertas que pasaba cuando vi la de ella entreabierta. Me acerqué despacio, para no delatarme, quería verla actuar en su espacio.
El uniforme de Kung Fu descansaba en una percha que se sostenía en una perilla que parecía de cristal. Unas toallas se arremolinaban en el suelo, indicio de que se había bañado. Caminaba por el amplio espacio descalza, con el pelo húmedo, cubierta por una musculosa y un short que deseé quitarle de encima. En las manos sostenía unas hojas, mientras repetía la lección de biología en voz alta.
En una de las vueltas que dio, encontró mis ojos que directamente bajaron para deleitarse con sus pechos, los pezones erectos de Ana, me secaron la boca. Me invitó a pasar mientras se perdía detrás de la puerta con la perilla de cristal. Volvió cubierta con una sudadera amplia que cubría sus curvas.
—No sabía que venías.
—Pensé que podrías necesitar a alguien que te tome la lección.
—¡Sabés que sí! La mitosis y la meiosis me tienen de hija —me pasó las hojas.
Sintiendo una conexión y una confianza que nunca antes había experimentado, me saqué las zapatillas y me tiré en su cama para escucharla explicarme más de una vez la división celular. Cuando se sintió conforme dejó de caminar, se subió a la cama para sentarse, en la pose del indio, cerca mío.
—¿Cuántos años tenés?
—Treinta, en septiembre cumplo treinta y uno.
—¿Qué día?
—El primer día de septiembre. ¿Vos, Ana, cuántos años tenés?
—Diecisiete, cumplo dieciocho el quince de mayo.
—¿Qué vas a querer de regalo? —se rió como si mi pregunta hubiera sido absurda—. te pregunto en serio —la sonrisa se le congeló.
—¿Me enseñarías a manejar? —preguntó cautelosa.
—Te enseñaría lo que me pidieras, Ana.
Me levanté y aunque con una mano me sostenía, con la otra la tomé por la nuca y penetré su boca sin pedir permiso. Ana sin una pizca de timidez, reptó a ciegas para acercarse y con incentivo de mis manos cruzó la pierna para quedar sobre mí. Nuestros cuerpos se acoplaron, conectándose en cada movimiento como si fueran viejos amantes que acababan de reencontrarse.
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Editado: 04.11.2024