No sé de dónde salió la declaración, jamás había hablado de mi vida con nadie ni siquiera con Miguel y Dante.
—¿Ni papá ni mamá?
—De mi papá solo conozco el nombre, mi vieja murió de cáncer cuando tenía doce años. Viví con mi abuela hasta que murió años después.
—Podríamos hacernos compañía —ofreció con una ilusión en sus ojos que era igual a la mía.
—Podríamos pero te llevo trece años de ventaja y mi vida no está preparada para tener compañía.
—¿Tiene que ser todo tan formal? ¿No podemos probar? Sin compromisos.
Ese “sin compromisos” se me enterró en el alma, por alguna razón que no comprendí, me molestó.
Miguel y Rau pasaron corriendo por nuestro costado y se largaron de bombita a la pileta.
—¿Trajiste malla, gigante? —preguntó invitándome.
—La tengo puesta —señalé.
—Me voy a poner la mía y vuelvo.
Me quité la remera y me metí al agua para ocultar la erección que sabía Ana podía provocarme con su escasa ropa.
Cruzó los ventanales que dividían los ambientes con sus ojos puestos en los míos. Vestía una malla enteriza color negro con pequeñas flores blancas, sin breteles que la sostuvieran de sus hombros.
Llegó al borde de la pileta y se sentó, me acerqué a ella, ubicándome entre sus piernas.
—¿Segura? ¿Sin compromisos?
—Segura —respondió.
Con mis manos ubicadas en su trasero se dejó arrastrar hasta mi cuerpo, rodeó mi cadera con sus piernas y mi cuello con sus manos. Nos perdimos en un beso que Miguel interrumpió al tirarnos la pelota inflable para que empezáramos a jugar.
Cenamos los restos de asado que nos había quedado, Rau sugirió que podíamos ver una película, Ana tomó el pote de helado que yo le había regalado y nos condujo hacia una habitación que tenía una pantalla gigante. Nos tiramos en un enorme sillón con el helado repartido en dos compoteras; una para Rau y Miguel y la otra para nosotros. Ana se encargaba de compartir el helado. No sé si me enloquecía más cuando llevaba la cuchara a su boca o cuando la acercaba a la mía. Una vez que el postre se terminó, apoyó sus manos en mi pecho, su rostro en mi hombro y enredó sus piernas con las mías.
—No es tan malo que sea un poco grande ¿Viste?
—No, esta versión de gigante me gusta mucho.
La abracé pegándola a mi cuerpo. Miguel y Rau volvieron a desaparecer, miré a Ana para besarla pero se había quedado dormida. Si ella podía intentar una relación sin compromisos por mí, yo podía dormirme y dejarla en paz. La pegué más a mi cuerpo y aunque me costó conciliar el sueño, lo logré.
Miguel volvió a despertarme, como lo había hecho la vez anterior. Tomé a Ana en mis brazos y la llevé a su cama.
—¿Te vas?
—Sí, mañana paso por vos cuando salgas del colegio, vamos a empezar con las clases de manejo.
Me sonrió somnolienta y una vez más mi corazón se saltó varios latidos.
El lunes no fue tan armonioso. Ana aprovechó que las clases terminaron más temprano y fue a llevarle los regalos que le había prometido a Gabriel, el niño que había salvado del tiroteo. Cuando me dijo a dónde se dirigía, dejé el trabajo a medias y manejé como un loco hasta mi antiguo barrio. Llegué cuando el padre de Gabriel la invitaba a ingresar a su casa.
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Editado: 04.11.2024