El primer día de clases no se hacía nada. Era un hecho mundial.
—¿Conociste alguien en Brasil?
—Visitamos a los nuevos miembros Baker y con Annie nos la pasábamos encerradas en el hotel. Además, solo fuimos por una semana y yo apenas puedo con mi inglés básico.
—Buen punto, mi analfabeta —bromeó abrazando forzosamente a la pelirroja que le correspondió con palmaditas. La extrañaba, y aunque no le confiara cada detalle de su vida, tenerla le reconfortaba.
—¿Y tú? ¿Te la pasaste de perrito faldero de Claflin?
—Somos una especie de enemigos mortales —embaucó. No se frecuentaron más; para ella fue necesario recoger las sobras de dignidad luego de, por segunda vez, profesarle su amor.
—¿Entonces? —El pasmo fue indisimulable. Brenda juraba que al retornar de su minivacación, Alexia ya habría fornicado con él; como con Aaron, dos idas al cine y unas pizzas.
—Me suscribí a un proyecto comunitario con ancianos, pero se asciende por categorías —explicó orgullosa—. Al terminar la secundaria te ofrecen viajar con la ONG —expuso idealizándose. Y no solo por el valor espiritual que le asignaba, sino también porque le permitió no pensar en Michael y concentrarse en lo que le apasionaba—. Tal vez pueda… irme.
—¿Irte? —emuló—. Lo que quieres es huir. Puedes hacer tu «bien social» aquí…
—¿Por qué huiría? Me llama la aventura. —Evadió la indirecta
Alexia se consideraba una filántropa. Sin embargo, no había reparado mucho recientemente y su labor no era apreciada. Pues aspiraba al reconocimiento no remunerado de la sociedad, como quienes hacían filantropía y lo negaban.
—Me refiero a Michael.
La mañana fue tortuosa por parte de Brenda. La tolerancia era limitada, así que harta de las críticas hacia su filosofía independentista, Alexia cogió su mochila y en el estacionamiento de la escuela no estaban más que ella y su bicicleta. Agobiada, emprendió a casa con su despiadada conciencia: «Puedes volar, puedes evaporarte, pero ¿y él? Eres cobarde y ni en millas ayudarás a nadie».
Enfrascada en soliloquios, doblaba la esquina de su calle cuando casi fue arrollada, cayendo y raspándose las rodillas; nada grave. De aquel coche rojo bajó Cole, recordando que él estaba con Michael el día que se dieron su segundo y último beso.
—No tengo mi licencia por ser un demente al volante. Lo siento —se disculpó—. No sabíamos a quién más recurrir.
—¿Qué pasa con él? —habló predispuesta. Y aunque sería una dependencia tóxica, comprendió que él era el único que requería de ella más que de sí mismo; hasta que aprendiera a ser él; porque se había sumergido en sus venas, más allá de lo que era su esqueleto.
—Los antidepresivos y el efecto rebote —sintetizó helándola, siendo esa la escena muda más larga de la cronología. Neridah enclaustrada, Cole torturándose por no advenir antes y Alexia echándose el yerro. Porque sí, muchos culpables, tales más que otros, pero decirlo no transformaba la circunstancia, la empeoraba.
—¿Michael? —Cole tocó sigilosamente la puerta.
—Vete, Cole, solo vete. —Aquel tono crudo erizó la piel de Alexia, que ansiaba derrumbar el muro de esa habitación y correr a él. En su pecho se mecían la felicidad y el nerviosismo de volver a verlo; pese a la aciaga situación.
—Soy yo. Ale. ¿Puedo pasar?
Del otro lado se escuchó despedazarse sonoramente un vidrio; un plato, un vaso…
—¡Vete! ¡Vete! ¡VETE! —desgarró sus pulmones.
Alexia apisonó el hombro de Cole que temió por ella, pero si conocía a su primo, estarían bien, o eso creía. Así que se reservó y asintió.
Sin más preámbulos, girando la perilla e impetrando a los enésimos cielos que ello fuera una buena idea, se adentró en la cuarto de Michael que aún estaba nítido en sus memorias. Él se hallaba en una esquina, sentado, con la cabeza gacha y retazos de espejo regados por doquier. Una asquerosa sensación de terror zigzagueó por su columna, revolucionando su sistema digestivo.
¿Cómo se comportaría con quien no salvó de sí? Eran momentos precisos en los que se interrogaba sobre cuánto se podía amar a un fugitivo.
¿Me gusta? Sí.
¿Lo quiero? Sí.
¿Lo amo?
Estaría entera para él.
La sangre de Michael pintaba sus nudillos y parte de sus piernas blanquecinas, apenas vestía un bóxer negro y calcetines. Ella tomó una bandana del suelo, amarrándola de manera que detuviera la hemorragia de la herida más profunda en su palma, para suerte de ambos, no eran profundos los demás cortes en ambas manos; aunque aquello no quitaba la rabia y el dolor, eso no era solo de golpear el espejo de un velador.
—Vete, por favor, vete —bisbiseó. Alexia suspiró. No lo condenaría, no ahora, pero reclamaría luego por explicaciones.
—No puedes decidirlo por mí —admitió limpiando el líquido guindo con una polera equis.
Él no levantaba el rostro. Sentía vergüenza, sentía desprecio por lo que era y no se trasfiguraba. Alexia, copiando su postura, terminó aguardando por que se sosegara.