Dicotómico

XVI. Contagiosos

Para Michael los días se comprimían en una lucha interna contra él y sus reconcomios por Alexia. Compaginaban, en cierto grado, con su amistad diaria y el nuevo año que se iba rápido; pero ¿estaban comprometidos a funcionar en sus altibajos?

—Eres llana en todos los sentidos, Peacocke. —Michael acarreó un mechón rubio de Alexia detrás de su oreja adornada por argollas plateadas.

—¿Cuándo retomarás el colegio? —Lo miró seria, arrugando el entrecejo y los labios, absolutamente adorable para cualquiera—. Ya son tres meses y medio, puedes perder el... —Michael la calló con una de sus manos sobre su boca y la otra sosteniéndola de la nuca.

—Tal vez nunca.

—Lávate tu puta mano. —Limpió su lengua una vez él la liberó.

—No vengas.

—¿Y por qué me abrazas?

—Te odio, quiero asfixiarte.

—Tú me amas. —Traspuso sus piernas y se sentó sobre sus tobillos mientras apoyaba su mentón en las palmas de él.

—Nadie en su sano juicio podría amarte.

Michael no lo estaba.

—¿Quieres que me vaya? —preguntó amoscada. Michael transgredía la línea entre aticismo y tosquedad.

—¿Por qué viniste hoy? Los viernes se los dedicas a los niños, plantar árboles, bla, bla, bla...

—Porque somos amigos —respondió hilvanando figuras en el aire con sus dedos que ni lo observó, para dicha de Michael ya que su cara se desfiguró al oírla.

Era cierto que podía que fuesen amigos, pero después de todo

—¿Amigos? —Resentido, se permitió cuestionar.

—Ajá. —Ese azul era tan irresistible.

—Nos hemos besado un par de veces, y no sé siquiera si podemos ser solamente eso, ¿entiendes?

Sí, se habían besado tantas veces, mas él terminaba arruinándolo y ella desertando.

—Supongo que no. —Alexia caviló lo que brotaría por fin de él—. ¿Quieres que seamos... más?

—No.

—Oh. Yo… Roxy horneará galletas de avena.

Era constatable que Michael la masacró, aunque no fuese su propósito. Por ende, no se atrevió a seguirla, como era inveteradamente, viéndola desaparecer en los márgenes de la calle desde su balcón. Era consciente de que la quería, seguro hasta la amaba, sin embargo, no cambiaría, era imposible.

Alexia se lanzó sobre su colchón, mordiendo la almohada y llorando. 

—Ale... —Roxy, sin invitación, se adentró y rodeó a su sobrina.

—El amor duele, duele mucho. ¿Lo arrancarías de mí? —Hundió su nariz en la sábana mientras recibía palmaditas en la espalda.

—Es normal que a tu edad sientas esto con mucha intensidad, es normal que pienses que duele; y no es así, son tus emociones estrujándose en tu pecho, cortando tu razón.

—Pues no quiero sentir esta intensidad, quiero matarla —amonestó mirando a la mujer que más apoyo le brindaba—. ¿Te enamoraste de quien trata mal a todos, incluso a ti? ¿Te enamoraste de quien se odia y tiene ideología suicida? —Suspiró—. Yo sí, tía.

—Cómo será por parte de mi cuñada, pero por el lado de tu padre… Es tradición Peacocke.

Lo era. Roxy no se casó porque cuando estuvo en el altar, Ryan, el amor de su vida, la plantó. Y no fue por insuficiencia de amor, sino por fugarse de la justicia.

Las Peacocke eran unas atrapa problemas.

—No romperé la cadena, ¿no? —Limpió sus mejillas mostrándose más aplacada.

Que Michael no quisiera formalizar con ella no significaba que se alejaría. Ella no sería su novia, sería su soporte, su verano en inviernos… Alguien que lo amaría desde su propia intemperie.

—Mañana celebremos. Que tu madre esté «muy ocupada» no es motivo de que nosotras también.

Alexia no estaba muy animada. Detestaba su aniversario, ya que desde que tenía uso de razón, nunca estaba Jacky ni Alexander; y sin él, Andrew Peacocke, no era lo mismo.

—Yo solo... yo solo sé que nada sé.

—Pequeña Aristóteles, será pastel de cereza con relleno de helado. —Roxy le sonrió y besó esa frente con un tanto de acné juvenil.

—Es Sócrates —rectificó y Roxy la desgreñó antes de marcharse. Era su nenita.

Alexia con su pijama de patitos, repasando fotografías, analizaba sus prospectivas. ¿Por qué festejar un año más que la allegaba a su muerte? Se reprochó; juntarse con Michael le había contagiado esa negatividad, o quizá ella siempre lo había sido.

—¿Brenda? —contestó a las timbradas de su celular a medianoche.

—Feliz cumpleaños a ti... —cantó.

—¿No podías esperar a que sea de mañanita? —Bostezó y unas piedras chocaron contra el vidrio de su ventana—. ¿Estás abajo?

—No, ¿por? —Ahora la pelirroja bostezaba.

Hasta los bostezos son contagiosos.




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