KLEI I
Corría sin rumbo, con la vista cegada por la niebla y los ojos empañados por las lágrimas. No podía sacarse de la cabeza lo que acababa de hacer. Abandonar a su padre para salvar su propia existencia había sido un acto de cobardía y egoísmo a su parecer. «Pero él me dijo que lo hicera» se repetía una y otra vez para intentar calmar la culpa, sin éxito alguno.
No era del espectro de lo que Intentaba escapar, la razón por la que continuaba corriendo incluso sin saber a donde era porque ya había empezado; no podía dar vuelta atrás, sabía que de hacerlo sólo se encontraría con una escena que le desgarraría el alma y le quebraría el corazón. Así que seguía corriendo.
Secaba sus ojos húmedos creyendo que así podría ver más entre la niebla espesa, pero no funcionaba en lo absoluto. Las lágrimas sólo no dejaban de salir.
Después de algunos minutos finalmente se cansó, sus piernas ya no daban más, la respiración era agitada y brusca. Y recostándose de frente contra un muro cerró los ojos y recobró el aliento. Allí permaneció por varios segundos. Segundos que pasaron más lento que cualquier otro momento en su vida. El latido de su corazón amainaba, se relajaba. Por un momento olvidó todo, se dejó a su suerte. Si debía morir que muriera entonces.
Un leve toque sobre su hombro la sacó bruscamente de aquel momento de extraña paz. Klei se dio vuelta asustada, la imagen que esperaba ver ante sus aún lagrimeantes ojos era la misma que hacía un instante le causó aquel dolor. Vaya sorpresa se llevó la pequeña pelirroja al ver, en lugar de un espectro con apariencia de muerte, a un hombre joven, alto y esbelto, con una larga y grisácea cabellera, ropas blancas y finas con adornos dorados, y una espada reluciente colgando a un costado de su cintura; tenía la apariencia de un príncipe.
El joven extendió su mano hacia la niña, pero ella se mostró renuente.
—Tranquila —profirió—, déjame ayudarte.
Su cálida sonrisa terminó por convencerla de que todo estaría bien, y con demora extendió su mano hacia la de aquel hombre.
Una fuerte ráfaga pasó rauda por su espalda, haciendo que la niña soltara un agudo grito que en seguida se vio ahogado cuando el hombre le cubrió la boca con la mano.
—Shhh —dijo separando con levedad la mano de su boca hasta dejar únicamente el dedo índice sobre sus labios.
Entre la niebla al lado de ambos tomó forma otro espectro, llamado por la atención del grito buscaba con ansiedad a quien lo había producido, pero parecía no encontrar a nadie incluso cuando los tenía frente a sus descoloridos ojos. Después de unos segundos llenos de agobio para Klei el cuervo se marchó.
Después de esto el hombre separó finalmente su dedo de los labios de la niña y los llevó a los suyos propios como señal de continuar en silencio.
Poniéndose sobre sus pies la tomó del brazo y empezaron a caminar entre las calles. Aún con toda la niebla él parecía saber hacia donde se dirigía.
Mientras caminaban se encontraban con cadáveres tirados a un lado y entre las calles. Personas que en vida Klei había llegado a conocer; el panadero del distrito donde vivían estaba recostado de espaldas a una farola con el cuerpo abierto desde la garganta hasta el abdomen por un sólo corte, y tomado de la mano a su hijo de tan sólo cinco años con el cráneo aplastado contra el suelo como una sandia. Recordó la cantidad de veces que ambos jugaban cuando sus padres trabajaban en sus oficios, y ahora todo estaba en el pasado.
Cada que veía algún cuerpo ensangrentado cerraba los ojos, pero la inseguridad que sentía a su alrededor al hacerlo la obligaba a abrirlos de vuelta.
Pasado un tiempo la niebla amainó, el sol anaranjado brillaba en el oeste por sobre los edificios que sin darse cuenta ya habían dejado atrás. Frente a ellos estaba la puerta de la ciudad atestada por las caravanas que habían intentado huir sin éxito y cuerpos de caballos y mulas con cortes de puñal en todo el cuerpo.
Bordeando los cadáveres tanto como pudieron lograron cruzar la puerta, finalmente habían dejado atrás aquella masacre. Un fuerte deseo de volver al lugar donde estuvo con su padre por última vez le invadió el pensamiento, no sabía a donde iría ahora, no sabía que iba a ser de su vida sin su padre, no sabía nada. Pensó en quién más pudo haber sobrevivido a eso y si valdría la pena ponerse a buscar.
—No te molestes —respondió el hombre que la tomaba de la mano, como si hubiese leído sus pensamiento—, no hay nadie más. Nadie ha sobrevivido antes a la Niebla Negra ni lo hará.