—Brighid, ya te hemos dicho que no te acerques tanto al muro. Vuelve aquí. —Me reprendió mi padre desde la puerta de casa. Yo estaba a punto de cruzar el único hueco que dejaban los muros grises que rodeaban mi ciudad. Solía ver a otros niños y niñas jugar en el amplio espacio de tierra que dejaban los grandes bloques de hormigón, justo antes de torcerse en una curva e impedir ver más allá de quince metros desde la entrada.
—Venga Bri, ven aquí. ¿O es que temes a los monstruos? —Me provocó Víctor con una sonrisa traviesa desde el otro extremo del espacio.
—¡No! No me dan miedo —chillé yo enfadada, con los puños apretados y muy probablemente roja por la rabia. Puede parecer una tontería, pero siempre me ha molestado sobremanera que se burlaran de mí. Víctor era experto en eso, aunque fuera un niño de siete años.
—¡Cariño, no vayas! —Me gritó mi madre, ese fue su último intento de que le hiciera caso gritando desde donde estaba. Cuando me lo dijo yo ya había empezado a correr hacia Víctor para pegarle por llamarme cobarde.
Ya estaba cerca de él cuando sentí que alguien me levantaba del suelo, lo siguiente que vi fue tierra, el culo de mi madre y sus pies levantar polvo a cada paso. No era la primera vez que habían tenido que recogerme como si fuese un saco de patatas. De hecho, solía meterme en problemas por culpa de mi orgullo o de Víctor, pero sobre todo por culpa de Víctor.
Él tenía la misma edad que yo. Era el hijo del herrero de La Fosa. A veces los hombres del exterior atravesaban los muros para dejar provisiones o para llevarse armas. Adoraba recordar cómo se iban acercando, cuanto más cerca estaban más ruido iban haciendo. Al llegar a La Fosa escuchaba cómo los muros se iban abriendo a su paso, entraban en la ciudad y se cerraban tras ellos. La última vez que vinieron no alcancé a verlos, mi madre me encerró en casa y no me dejó salir en todo el día. A la gente no le gustaba mantener contacto con los Extra, por lo que los días que venían no había casi nadie en las calles. Así que pocos son los que saben cómo son físicamente.
—Sabes que no te puedes acercar tanto, y mucho menos traspasar el límite de los muros. —Me reclamó mamá antes de darme un azote suave en el culo. Al llegar a casa me sentó encima de la mesa de la cocina, que era la única que teníamos—. Quédate aquí, voy a hablar con Antonio, su hijo es una mala influencia. —Dijo para luego salir por la puerta de entrada con mi padre detrás intentando persuadirla.
Nuestra casa no era muy grande, pero tampoco era pequeña. Todas eran prácticamente iguales. Menos la de los County. Esa era una mansión comparada con el resto, eran los que se encargaban de contactar con los Extra y de negociar con ellos para conseguir más provisiones para nosotros. Por eso gozan de mejores condiciones que los demás.
Mi abuela, como siempre, estaba sentada en su butaca verde, estaba desgastada por los muchos años que llevaba en uso. Ella tenía sus ojos clavados en mí. Me llamó con un gesto de su mano. Posé mis pies en la silla que tenía delante para poder bajar de la mesa, luego me bajé de la silla de un salto y corrí hacia mi abuela. Tan pronto como estuve a su lado ella me levantó del suelo y me apoyó en su regazo.
—Cielo, hoy voy a contarte una de esas historias que tanto te gustan. —Dijo con una sonrisa de cariño que contrastaba con la que mi vecino me había dirigido hacía unos minutos.
—Abu, ya sé que nos metieron aquí después de la guerra y que... —Comencé a hablar, pero de inmediato me frenó posando uno de sus dedos en mis labios.
—Y yo ya sé que tú lo sabes. Pero esta es una historia diferente. —Me dijo antes de empezar a contar un relato que yo no entendería realmente hasta doce años después—. Una vez, hubo un grupo de valientes que intentaron cruzar el laberinto. Querían conseguir la libertad, para ellos y para todos los demás. Lo cierto es que no lo consiguieron, pero se enfrentaron a todas las criaturas que nos retienen aquí. En un trozo trapo describieron cómo vencer a esos monstruos. Los que llegaron después de ellos fueron capaces de recuperar las notas y volver a La Fosa. Gracias a eso es por lo que ahora tenemos la posibilidad de huir de aquí. No se sabe lo que hay fuera, pero parte de la libertad es poder elegir. Nosotras no elegimos estar aquí dentro, sin embargo, sí que podemos descubrir lo que hay más allá de estos muros para poder escoger. —Hizo una pausa que en ese momento pensé que sería para añadir más dramatismo, pero ahora sé que era para asegurarse de que yo lo había entendido todo. Cosa que no hice en su momento.
—Mamá, le han dicho a Brighid que no se moviera de la mesa. —Le reprochó mi padre a la abuela desde la puerta de entrada. Poniendo los brazos en jarras.
—Oh. ¿Y cómo sabes que se ha movido por mi culpa? —Protestó la abuela fingiendo estar ofendida.
—Porque acabas de reconocerlo sin darte cuenta y porque siempre es culpa tuya. —Respondió mi padre como si lo que había dicho fuera lo más lógico del mundo.
—Bueno, vale, hijo. Tienes razón, pero qué quieres que haga yo, ahora me toca ser la abuela que malcría a su nieta. —Intentó excusarse la abuela con la cara de inocente que tan mal le salía.
—Mamá, no intentes defenderte en vano. No tienes excusa.
—Vale, pero ya verás que cuando tú tengas nietos lo entenderás. —Le contestó la abuela con un dedo acusador. Y yo solo pude responder poniendo una mueca de asco—. Cielo, no pongas esa cara —me dijo entre risas.