Estoy corriendo, mis piernas duelen, arden. No sé cuánto tiempo llevo huyendo. Cada pocos pasos giro la cabeza para comprobar si lo que me perseguía hace un momento sigue detrás de mí. Me es imposible borrar sus tres ojos de mi mente. Antes de salir de La Fosa me alertaron de que había criaturas oscuras y malignas en el laberinto, pero jamás me hubiera imaginado algo así. Ahora sé que nunca debí separarme del grupo.
Giro a la derecha y paro porque por fin le he dado esquinazo. Me permito descansar durante unos segundos, pego mi espalda a la pared y me deslizo hasta acabar sentado en el suelo. Siento el hormigón frío contra mi piel y me estremezco, no sé porqué, tendría que haberme acostumbrado ya. Todo es así en el laberinto, frío, duro, salvaje.
Entonces, dos de esos tres ojos rojos aparecen tras la esquina que acabo de bordear y me empujan a empezar a correr de nuevo.
Tengo que llegar, necesito llegar a La Fosa.
Nos enviaron aquí para intentar escapar, yo no lo he conseguido, pero tengo la esperanza de poder ayudar a los míos gracias a todas las cosas que he visto y a todas las pruebas a las que he tenido que enfrentarme.
Entre los muros de hormigón envejecido veo luces. Creo que estoy cerca de la ciudad. Me esfuerzo. Corro más deprisa. Cada vez estoy más cerca. Llego, y la verdad se me echa encima.