No estoy en mi cama, me he visto obligada a moverme a la de mi abuela, o la que era suya, que está al lado de la mía. De alguna forma he sentido que si el muelle del que antes se quejaba, se clava ahora en mi espalda me encuentro más cerca de ella y desgraciadamente funciona. Recuerdo todas las veces que la abuela me decía que me cambiara a su cama después de tener una pesadilla. Yo apartaba las sábanas y salía disparada al abrazo de mi abuela. Pegaba mis pies a los suyos para que entraran en calor, ya que por lo general los tenía, y aún los tengo, helados.
Desde esta mañana, cuando la he encontrado, casi no he parado de llorar. Siempre que dejo de derramar lágrimas me digo a mí misma que a ella no le gustaría nada verme así y que por eso voy a parar de llorar de una buena vez, pero nunca lo consigo. De un momento a otro termino por derrumbarme de nuevo.
Me incorporo, froto mis ojos por millonésima vez hoy y sigo sin secar mis lágrimas del todo. Lanzo un suspiro de resignación, sé que no voy a poder dormir esta noche, no si sigo en esta habitación. Decido levantarme e ir a la cocina, atravieso la puerta que me deja directamente en el salón y me quedo parada.
Muy rara vez veo a mi padre llorar, salvo ayer creo que la última vez fue cuando Víctor me retó a que no podía trepar la fachada de mi edificio, me caí y se me rompió la tibia, él lloró más que yo ese día. Eso pasó teniendo yo unos trece años y ahora también está llorando. Mi padre está sentado, o más bien desplomado en la mecedora verde de la abuela. Tiene los ojos y la nariz enrojecidos y no mira a nada en concreto, semeja que su alma ya no está en su cuerpo.
Esto puede sonar híper egocéntrico, pero no me había parado realmente a pensar en que mi abuela era su madre, me he centrado demasiado en mi propio dolor. Por un momento pienso en lo que me destruiría a mí su muerte o la de mamá y me doy cuenta de lo mal que lo está pasando mi padre. Hasta hace un segundo mi plan era beber un vaso de agua e intentar dormir algo, aunque sólo fuera una hora, ahora sé que necesito un paseo y despejar mi mente. Atravieso la sala sin que papá me note, abro la puerta y al salir de casa una brisa fresca llega a mi rostro, la piel de mis brazos y piernas se eriza. Comienzo a andar a pesar de que no sé a dónde voy a ir a parar.
Deambulo durante un rato mirando hacia arriba y observo la cubierta negra, una de las pocas formas que tenemos aquí dentro de distinguir la hora es que durante la noche el cielo está oscuro, aún así se pueden diferenciar los puntos relucientes que son las estrellas. Por el día el cielo suele ser más claro, una de las cosas que la abuela me contaba en sus historias es que en realidad es más luminoso. Nosotros en La Fosa no lo vemos así porque los que nos metieron aquí, los Extra, se ocuparon de mantenernos encerrados por todos los lados, incluso por arriba. Ellos colocaron una barrera de nubes sobre nuestras cabezas para que la luz solar no llegara aquí como se supone que debería.
Mis pies son los que me guían, y en cuanto me doy cuenta de dónde estoy mi mente se divide en dos. Por un lado me siento relajada, en confianza, cómoda; por otro, una oleada de miedo me arrolla. Sé que llevamos mucho tiempo conociéndonos y siendo amigos, pero si alguna vez uno de los dos siente algo por el otro más allá de una amistad y este no nuestra relación se vería comprometida. Empujo mis sentimientos a un rincón de mi cerebro y me digo a mí misma que sólo lo he buscado porque necesito un amigo que me apoye.
La casa de la familia gobernadora es el epicentro de la ciudad, todo lo demás se distribuye a su alrededor, y por ello a diferencia del resto tiene más de una cara. La mayoría de las casas están tan pegadas que las que no comparten pared casi lo hacen. Me acerco a la cara derecha, donde está la ventana de su dormitorio en el segundo piso. Levanto la vista y me quedo parada mirando hacia su habitación. Giro en redondo, me agacho en el camino de grava para coger un puñado de piedrecitas, vuelvo a ponerme bajo su alféizar y empiezo a tirarle mis pequeños proyectiles a su cristal.
—¡Tom! —Grito en susurros, si es que eso es posible, cada vez que hago un lanzamiento—. ¡Tom!
Así hago durante un rato hasta que me doy cuenta de que ya está dormido, de que no voy a conseguir que se despierte y que soy una tonta por darle tanta importancia. No debería dolerme tanto, ¿no? Emprendo el camino de vuelta a casa avergonzada por mi actitud.
Estoy a varios metros de mi casa cuando empiezo a discernir una figura alta y delgada a través de la oscuridad frente a mi puerta. ¿Qué clase de maníaca o maníaco estaría despierto a estas horas para hacer algo así? Por los Dioses antiguos y los nuevos, cuando he salido de casa faltaba poco para que fuesen las dos de la mañana, ya deben ser y media.
A medida que me acerco voy siendo capaz de dilucidar los rasgos de la persona que está tirando lo que creo que son piedrecitas a mi ventana. En cuanto llego a dos metros de él mis pies dejan de moverse y mis ojos se llenan de lágrimas tanto de tristeza como de alegría, hace un momento pensé que no podía contar con él, ahora sé que sí.
—Tom —mi voz refleja mi estado emocional quebradizo, pero aunque parezca que lo hago aún no estoy llorando. A pesar de que mi tono es débil él me oye. Se gira de inmediato y al ver su cara de preocupación las lágrimas que me estaba aguantando terminan por rodar por mis mejillas.
No hace falta que yo me mueva porque es Tom el que lo hace, al verme tan afectada se abalanza sobre mí e incluso está a punto de tirarme al suelo por lo brusco que es su abrazo. Me estrecha fuertemente contra su cuerpo y siento que por fin encuentro algo de paz en este día de locos. Después de unos instantes en silencio me lanza la pregunta.