CAPÍTULO NUEVE:
Que trata sobre el cortejo del joven Edevane, las primeras semanas en la ciudad y las memorias de Anyaskiev
En holgada actitud, se recibían las invitaciones a los eventos que giraban en órbita de la época festiva: Que a un concierto en el auditorio de la academia de Artes, Anyaskiev se enfermaba; que una obra de teatro sobre la historia de los fundadores de la ciudad, que Anya ya había quedado con alguien; que una tarde harían rifas, juegos y comidas en el parque para recaudar fondos a las Damas de Los Cabos, pues Anya ya había hecho un aporte y estaba indispuesta.
Verdad era, que Anyaskiev pasaba luengas horas frente al caballete, frente a los bodegones ahora más exquisitos gracias a las flores “mariposa de viento” que el señor Fostter había regaládole. Le gustaban tanto que no quería dejar de verlas y las pintó, como complemento, en el retrato que había hecho de dicho caballero, siendo esto lo que hacía falta para completar la obra de una vez.
Era feliz en ese pequeño espacio frente al balcón, o en el salón de música pintando las escenas que allí se veían: las asistentes agarrándose de las greñas, los señores siendo infieles a sus esposas con las sirvientas, los gatos pernoctando en las tejas, los paneles solares cegando su vista al medio día… Era una cata de vidas de lo más exquisita. Pero ese pequeño mundo no era suficiente, no siempre.
Cuando se olvidaba de ese pequeño mundo, cuando la arrastraba fuera la realidad, veía su pequeñez y lo incomprendida que se sentía consigo misma. ¿A quién acudiría? Las personas que conocía tenían sus propias adversidades, ella no podría interferir en ellas, ella sabía que estaba allí para hacer algo por los demás, y no al contrario. Es lo que había hecho toda su infancia, pero ahora, no podía.
¿Por qué tuvo todo que cambiar? ¿Por qué tuvo que ocurrir la guerra? ¿Por qué los hombres tenían un don para la autodestrucción y no así para el amor? La explosión que cambió el rumbo de su vida y el rumbo de la guerra para siempre, la recordaba, aunque solo tenía ocho años. Formaba parte de su colección de pinturas.
Ellos, en lo más profundo del bosque, estaban a salvo. Las aguas de la laguna le empapaban mientras chapoteaba con su hermano mayor, reían a carcajadas y observaban de soslayo a los dos menores que jugaban con las rocas de la orilla. Eran niños siendo niños en un verano fértil y fresco cuando las aves silenciaron sus cantos de presto, el viento dejó de agitar los cálices de los árboles y el bosque completo sumióse en un silencio escalofriante. Anyaskiev se estremeció en lo más central de su ser, y se hizo un ovillo en el agua, comenzando a llorar sin razón aparente.
Sus hermanos la miraron con extrañez, el mayor instándola a salir y volver a casa, más ninguno escuchaba y sentía lo que ella. La sangre, la muerte y la destrucción, los siervos y venados corrieron en vano, puesto que sus carnes se separaron de sus huesos con tal facilidad; los insectos perecieron como paja echada al fuego y el aire de las aguas se evaporó, asfixiando a los peces y anfibios que reptaban en las masas azules cercanas. Las aves se frieron en el vuelo y sus plumas se convirtieron en polvo ante el calor que les asoló. Y ella, podía escucharlos a todos, y sentir lo que ellos.
Pero al medio de la laguna, tan lejos, tan profundo, con tanto de por medio entre la temible bomba y ellos, solo sintieron un aire fugaz que hizo estremecer los cálices de los centinelas verdes, las aguas se sacudieron una milésima de segundo, y luego, silencio. Dos días más tarde, el repentino invierno llegó a su pequeña cabaña, un gélido que cubrió con su manto las hortalizas, perdiendo esa cosecha, mató a las gallinas e hizo casi imposible empollar los huevos sobrevivientes. Un año triste, silencioso, que lograron sobrevivir.
Se suponía que ella debía ayudarles, pero, ¿cómo? ¿Cómo ayudar a la naturaleza muerta, como ayudar a lo que no existe más, cómo se revierte la muerte, cómo se inicia la vida? Se sumió en una tristeza y melancolía sublime que sus padres atendieron con prontitud y grandes dosis de amor, que sus hermanos curaron con besos y abrazos, a esa pequeña alma en pena. Poco a poco, se perdonó a sí misma un evento del que no tuvo participación, y comenzó a vivir otra vez. Se sintió dichosa una vez más, con esa alegría infantil e inocente.
Incomprendida a veces cuando hablaba de los animales como si fuesen personas, sus padres la veían con angustia sincera, entonces aprendió que debía guardarlo para sí. No podía, sin embargo, evitar estropear a propósito la caza de su padre, y escabullirse en las madrugadas al bosque, que era su verdadera casa, para sorprender a un oso, o un venado, y tan cerca y tan en peligro, les hablaba. «Vete, o te matarán».
Esa dicha, esa vida que repartía, no era suficiente según su criterio. Aunque estaban lejos, aunque no sabían leer ni escribir, aunque desconocían lo que ocurría afuera y no participaban de la guerra, no eran inocentes al ojo de la muerte. La toxicidad de la catastrófica arma les envolvía como una cobija por las noches, estaba en lo que comían, en el agua que bebían, en el suelo que caminaba y el aire que aspiraban. Se morían, poco a poco, como planetas en silenciosa agonía.