CAPÍTULO DIECISÉIS:
De cómo Anyaskiev conoció a los niños
Cuando Edevane cruzó el jardín frontal de la casa de la avenida Lions, advirtió en que las aves estaba establecidas cuales vigías en las tejas, en las acacias y árboles enanos, que había un pequeña colonia de mariposas pululando entre las plantas y desde suficiente distancia se veían las arañas tejiendo sus campamentos entre los arbustos. Todo aquello parecía salvaje.
Anyaskiev le veía venir desde las ventanas del balcón, sin ánimo pero sin desanimo tampoco, como quien ve venir la lluvia y trae un paraguas, como quien ve la noche llegar y está en su refugio. Bajó a recibirle y éste la invitó a cenar a la Casa de Té, propuesta que Anya aceptó más por costumbre que por deseos de ir.
Así era su relación con él: Una costumbre, una forma quieta y sencilla de terminar de vivir, porque sentía, se moría.
Edevane la veía con devoción cuando estaban a solas, la contemplaba y acudía a sus necesidades cuando no eran observados. Su corazón rebosaba en esos sentimientos que ella alimentaba sin saber, con su ternura y silencio, con sus bonitos ojos castaños y una sonrisa ocasional. A los ojos de un hombre enamorado, todo es sazón para el romance.
La desilusión de Anya llegaba, como siempre, cuando se daba cuenta que no comerían solos. Entonces ella sabía lo que ocurría: Lo perdería, perdería al Dmitri atento y cortés, y vendría el ágil caballero que conquista a las damas y supera a cualquier señor. Y ella pasaba a ser un trofeo para él, una pieza bonita a mostrar a sus allegados.
A ella le gustaba el otro Edevane.
—Si me disculpan, deseo visitar el sanitario.
—Anya —sentenció él, sujetándola de la muñeca al ponerse en pie, pero su voz transmitía la firmeza de su padre—, que no se repita lo que la última vez.
—No, lo prometo.
Se achicó. Al liberarla, Anya caminó hacia la salida con paso algo rápido y una creciente inflación en su estómago, era el llanto. Al final del pasillo, el sanitario para las damas a la derecha, para los caballeros a la izquierda, al centro, una escalera que cruzaba de izquierda a derecha hacia la planta alta, y detrás de éstas escaleras, una puerta de cristal.
Hirvió en su vientre una urgencia desconocida por saber qué había detrás, tanta que fueron suprimidos los deseos de desaguar la vejiga. Rodeo la escalera recordando las órdenes de Edevane. «Él no es mi padre», se dijo, y entró.
En esos ojos castaños tan necesitados de libertad, de vida, se reflejó la belleza del jardín interior. Una encina joven pernoctaba sobre un otero al centro del verde suelo, junto a un pequeño estanque incólume que reflejaba la luz que penetraba desde las claraboyas de la segunda planta, cuyos balcones advertían de que era vista desde las alturas; bases de mármol blanco rodeaba el espacio del jardín circular, con dos entradas alternativas de la que había dispuesto ella.
—¡Hola! —dijo una de las pequeñas cabezas que se asomaban en los balcones circulares de mármol. Anya intentó desviar la luz de las claraboyas que cegábale, alzando una mano frente a sus ojos, habló.
—Hola, perdón por entrometerme.
—No te preocupes. ¿Cómo te llamas? —gritó de regreso la voz infantil, mientras otras cabecitas iban desapareciendo de su rango de visión.
—Anyaskiev Diveth —respondió.
—Eso es muy difícil.
—Anya —añadió entonces, riendo ante la honestidad del niño que no lograba ver muy bien. Caminó pisando el césped con sus botas de tacón cuadrado hasta llegar al centro del claro.
—Eso es mejor, yo soy Carim.
Cuando se pudo advertir, los demás niños habían desaparecido de los balcones, y cuando Anya bajó su atención a tierra, los tenía a todos a su alrededor, en el pasillo circular. Girando sobre su eje, advirtió con el corazón ardiente en sentimiento, que los niños, todos ellos, eran especiales.
Respiraba con dificultad, porque los rostros de aquellas criaturas le inspiraban gran ternura y un sentimiento inexplicable. Todos, y cada uno, llevaba en su piel alguna marca o deformidad. Dedujo, los niños eran hijos de la guerra.
Se acercaron hacia ella, cruzando el jardín desde distintos puntos, al tenerla al alcance de sus manitas acariciaron las telas de su vestido y la punta de sus cabellos con curiosidad, le dijeron cuán bonita era y lo lindo de su vestido. Anya agradecía los halagos y no paraba de ver sus rostros: Cicatrices por doquier, miembros ausentes remplazados por prótesis, deformidades, y muchas otras cosas que no podía pasar por alto.
De entre la multitud de pequeños, que no debían ser más de ocho o nueve, se hizo espacio uno en específico cuyo rostro no parecía tener las proporciones correctas, y su piel brillaba de forma peculiar por las muchas cirugías que debió sobrevivir ante su anómala deformidad facial.
—Soy Carim.