Donde termina la vida

CAPÍTULO CUARENTA Y CINCO

CAPÍTULO CUARENTA Y CINCO:

Sobre un tren que va y otro que viene

 

Los ojos castaños miraban el pasar de las rocas y riscos congelados, más allá, la fría orilla del mar, con un rugido pedíale quedarse en el Océano Atlántico, la ventana transparente le permitía verlo, pero ésta vez el páramo congelado le hablaba de una tristeza y ninguna posiblidad. Sus ojos escaseaban de alegría, y esas motas amarillas no brillaban con el mismo entusiasmo.

Hace meses, recorría ese mismo trayecto por ver primera, y recordaba a la perfección cada palabra que sostuvieron ella y el General.

«—¿Por qué no podemos quedarnos en ésta ciudad?

»—Ya lo sabes, Anyaskiev. En ésta ciudad son cuatro horas de viaje aéreo, en Los Cabos son dos solamente, no puedo estar tan lejos de ti.

»—Sí puede, pero no quiere.

»—Anyaskiev, mírame. Lo mejor es estar cerca ante cualquier vicisitud.»

Pero él ya no estaba cerca para protegerla, el General había muerto, su carne era fertilizante de otro suelo y sus huesos polvo, no era nada más que el recuerdo de un padre que encontró y perdió. Después de tantas pérdidas y dolores, de ser abandonada por una madre prostituta al medio del bosque, de ver a su familia ser masacrada frente a sus ojos y sufrir en carnes la tortura del ultraje, no creyó que le dolería una pérdida más, pero se equivocaba; le dolía cada segundo el no poder tenerlo a su lado, el no poder abrazarlo para buscar protección ni sus palabras para buscar un sostén. Se fue más rápido de lo que llegó.

Ésta vez, entre el ir y venir del bosque a su alrededor, nadie acudía a su llamado. Se sintió sola.

Ange la acompañaba contra sus deseos. Anya le pidió tantas veces quedarse con su esposo en Puerto y tomar un buque para escapar a República antes de que los Rebeldes llegaran a la ciudad, pero su hermana era tan necia como pelirroja. «Me quedo con usted, y no hay nada que pueda hacer para impedirlo. Somos hermanas, y las hermanas deben cuidarse», díjole en francés. Empacaron esa noche, y al salir el sol, tomaron el primer tren a Los Cabos, el chauffeur les escoltaba y cuidaba de su gestante esposa.

El tren iba más escaso que la primera vez en que lo abordaron: A penas uno o dos hombres de negocios que se veían obligados a viajar a la ciudad. Aunque un vagón entero iba cargado con bélicos de la República que fungirían como refuerzos a los comandos que mantenían la paz en la ciudad. Al ver a las señoritas pasar en el abordaje, éstos no evitaron dar un vistazo de curiosidad y lujuria hacia la embarazada y la bonita castaña, preguntándose qué harían dos mujeres solas viajando a un sitio del que todos pronto querrán salir fuyendo.

En las calles de la ciudad se podía oler el temor de la guerra desde mucho antes que el boletín se hiciera público, y los esfuerzos de la Regencia para mantener la calma fueron o mal practicados o bien ignorados. Entre el barullo de la primera ola de exilio, siempre los más ricos primero, iba un joven señor y su anciano padre, cargando con seis pequeños niños bien abrigados y cuatro jóvenes adultos que seguían el paso de los líderes, escoltando a los pequeños.

El señor Thomas lucía angustiado y trémulo ante la tensa situación: pasajes, identidades, papeleo, valores de dinero… Los proveedores, patrocinadores y donantes a la causa no existían ya, todos buscaban una forma de mantenerse seguros en los crudos tiempos de guerra que se avecinaban, y lo menos que podían hacer era entregar sus bienes a unos niños que posiblemente morirían de hambre o alguna peste en el trayecto. El señor Thomas casi explota iracundo en medio de la llamada de vídeo, pero supo terminarla antes de tiempo.

Las propiedades ya no valían nada, las acciones de su empresa tampoco, y los valores circulantes eran cada vez más devaluados. En unas pocas semanas, lo que era una cuantiosa fortuna se convirtió en una limosna.

Antes de correr por la planta de abordaje, el señor Thomas estaba en su casa, la casa Collingwood, que hace días había abierto por vez última sus puertas al público como la Casa de Té, la gloriosa Casa de Té, cuyo auge sería recordado cuando la ciudad se reconstruyera de las cenizas. Miraba los salones de Posada y de Casa con nostalgia, las mesas y sillas patas arriba, los suelos de madera lustrosa cubiertos de polvo y cortinas rotas pendiendo de las ventanas. Todo el esplendor y la alegría se había ido ya.

Su señor padre le acompañó en esa despedida solemne, él mismo se despedía también de esa casa, del otero en el jardín interior, de las bibliotecas y las paredes silenciosas, de la vida. Miró a su hijo, con orgullo, y supo que era tiempo, que todo estaría bien, de alguna manera.

Pero en el andén del tren, los Collingwood, todos ellos, iban apurados con sus pertenencias apenas en bolsas o sacos de tela, en un matalotaje que cargaba solo con lo necesario. Era la primera vez en muchos años que se veían en tal situación. El asistente de abordaje analizaba los pasajes, las identidades en sus pantallas de cristal, pero había algo extraño allí, no parecía convencido: Muchos niños y trámites para cambiar nombres, incluidos los de los Collindwood mayores. Aparte de sus sospechas, no había razones para impedirles el abordaje, más cuando se proponían hacerlo, se encontraron con una dificultad: El tren había sido detenido.




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