Autor: Claudio Fabián Fariña
Agradecimientos
Quiero agradecerle:
A Dios por el Espíritu y por cada palabra que ha puesto en mi
mente. El haberme permitido conocer las profundidades de lo
que es más que oscuro y las claridades de lo que brilla aun en
lo profundo...
Al silencio, que ausente fuera, me invadió por dentro y
permitió que mi interior hablase y guiase a un lápiz entre mis
dedos. Por todo esto escribí la historia, bonitos párrafos y algunos versos.
- "Es, pues, la Fe, la certeza de lo que se espera, la
convicción de lo que no se ve.
Porque por ella alcanzaron buen testimonio los
antiguos.
Por la Fe entendemos haber sido constituido el
universo por la palabra de Dios, de modo que lo
que se ve, fue hecho de lo que no se veía.
Hechos 11: 1" -
-¡El niño de ojos cafés y rizos pronunciados se ha
perdido! – Se le oyó decir, con tono de desespero, a la señora Rivenson. Ella era la anciana que lo esperaba todos los días a la hora del té, con galletitas y el afecto de la abuela que no tenía.
Entre otras cosas, daría giro a la siguiente página de la historia que guardaba en su memoria y que había sacado de aquel polvoriento cajón, hasta quizas de sus recuerdos. Le había dicho que era
el final de la fantástica historia que atrapaba a aquel pequeño en las profundidades de la imaginación.
Dorian no había ido ese día y su madre estaba a la puerta de la señora Rivenson, - ¡¡¡ Él salió en la tarde. Dijo que vendría a verla para que le cuente el final de un cuento!!! – exclamó preocupada. Y sin esperar respuesta dio un giro y se fue.
La anciana, por su parte, no tuvo intención de responder. La angustia y la preocupación la habían enmudecido y conducido a la profundidad del pensamiento, y se quedó al umbral, apoyada en su bastón con ambas manos y con la mirada perdida, -¿donde estarás niño?; ¿donde?- suspiró.
Cap. I
“La mansión del cuento”
Dorian se detuvo en una esquina, situado en la cuneta y con las ruedas de su pequeña bicicleta pegadas a ella. El campanario marcó quince minutos pasadas las seis de una tarde que
iba apagándose con los últimos titilares del sol.
Se sentía frustrado, era la décima vez que pasaba por ahí y seguía sin encontrarla.
Por un momento, pensó en volver pero al
mirar detenidamente a la izquierda descubrió que había un sendero que atravesaba diagonalmente un baldío. Al final de éste había una angosta y
cuneiforme calle de adoquines, en parte, cubierta por hierbas.
“¿A dónde conducía?”, querer descubrirlo lo convenció de continuar. Avanzó lentamente esperanzado en llegar a
encontrarla, la casa que sólo existía en su
imaginación y que construyó día a día en tanto oía la historia de la señora Rivenson. Pero sabía que no era nada más que una historia, que había mucho por descubrir y así lo haría.
Algunos metros más adelante se elevaba un alto muro de ladrillos; poco después un enorme portón. Con la bicicleta junto a él, y luego de luchar con las enredaderas, entró.
Abriéndose el paso entre la maleza llegó a la puerta; estaba abierta y avanzó. Lo hizo en tanto iba dejando huellas en el polvo, pateando hojas y ramitas secas. Subió sobre una alfombra roja, o al menos eso había sido, ahora sólo hilachas
dispuestas sobre los escalones.
Arriba, en el primer descanso, se detuvo a
mirar hacia el salón. Ahí, detrás de sí; sintió que había alguien, que estaba muy cerca y giró bruscamente. Asustado, apoyó la mano en su pecho. Su corazón galopaba como si corcel fuera, y sólo vio un enorme cuadro cubierto por
suciedad, telas y olvido.
Tenía en su mochila una linterna, la tomó y la encendió. Con el cono de luz recorrió la extensión del cuadro, pero no podía ver nada, apenas unos garabatos hacia un extremo, una inscripción tal
vez. Así que juntó aire, tanto como le era posible, y, cuando se dispuso a lanzar el primer soplido, oyó una voz tan extraña como aterradora: -¡Niño,
qué haces!-
Miró hacia arriba, a la izquierda, donde
finalizaba la escalera y con exaltación vio la figura de un hombre que sostenía una vela, que comenzó a bajar, o eso pareció, porque cuando buscó sus pies, no pudo hallarlos, ni verlos, no avanzaba utilizando los escalones.
Pero Dorian, sí lo hizo, bajó tan rápido que
hasta dejó el susto y su propia sombra atrás.
A poco de bajar por completo dio un tropiezo, cayó sobre su hombro causándose una herida y dando un giro quedó mirando en dirección a las
escaleras. Dolorido, se apoyó en su otra mano y levantó la cabeza; allá estaba, parado en el primer descanso, lo vió tan quieto que se sorprendió.
Buscó la linterna que se había apagado
dejándolo en penumbras y aumentando su miedo al borde de la desesperación. De pronto, un golpe seco, justo delante de él, hizo eco en la sala.
Dorian se levantó como un rayo y se dispuso a retomar la huida cuando arrastró algo con su pie.
-Levántalo y vete- oyó que le dijo.
Así lo hizo. Levantó el viejo libro y corrió
desesperadamente; no se detuvo sino afuera al darse cuenta de que había dejado su bicicleta.
Pero el sol también parecía haberse asustado, se ocultó de un momento a otro y de ese modo se perdió cualquier posibilidad de que volviera a entrar por ella. Y cuando el susto y su sombra lo alcanzaron, juntos se marcharon del lugar.
De regreso a casa no se atrevió ni a pensar en lo sucedido, ni estaba al tanto de que llevaba sujeto entre sus manos un antiguo encuadernado, con tapas desgastadas y hojas amarillentas.
Al llegar lesionado en su hombro, sus rodillas raspadas y su cara exageradamente sucia, se fue
directamente al fondo, al final del patio. Se sentó junto al árbol, su árbol. El viejo álamo, bajo el que pasaba tardes enteras leyendo historietas, de esas, desarrolladas entre viñetas y a veces, con un pequeño radio a baterías, escuchaba música hasta quedarse dormido.
Apoyó sobre sus piernas el libro y sobre él, su cabeza; en ese momento, se le acercó la mascota de la familia, un perro Lassie, que a modo de festejo comenzó a ladrarle.
Los ladridos, inquietaron a su madre, que
preguntó:-¿Quién está ahí?- y esperó viendo tras un pequeño ventiluz, - Dorian, ¿eres tú?! -
exclamó con tono de esperanzada.
Presurosamente, Dorian, se paró sin saber qué hacer con el libro, no quería mostrárselo a su madre; de todos modos no creería su historia. Es por eso que al recodar que había un hueco detrás
del árbol decidió esconderlo ahí. Lo tomó con cuidado y lo dejó dentro del tronco.
Se acercó a la puerta y acongojado respondió-
Sí mamá, soy yo-. Ella lo abrazó fuerte, sin enojo, y dejó, sin preguntarle nada, que limpiase su cuerpo y cambiase su ropa.
Cuando estuvo listo se sentó a la mesa y su madre le sirvió la cena, y con silenciosa presencia lo acompañó. Habiendo terminado su último bocado, Dorian, ante la mirada tierna, dijo- lo siento mamá, solo salí y me perdí. Espero poder
recuperar la bicicleta… es que…bueno, es que…sucedió que…-
En ese momento es interrumpido por la
angustiada voz de su madre que apoyándole una mano en la frente le dijo:- Ahora no te preocupes por eso, hay algo que debes saber. Al caer la noche fui, ya por segunda vez, a casa de la señora Rivenson, a preguntar por tí. Ella no
estaba, encontré la puerta abierta y éste sobre en la mesa junto al velador-.