“El arte está hecho para perturbar; la ciencia tranquiliza. Solo hay una cosa de valor en el arte: aquello que no se puede explicar”.
«Georges Braque».
Entra a la habitación, uniendo todas sus fuerzas para encarcelar sus lágrimas, recordando todo lo que él le había hecho para no sentirse culpable por ser la responsable de sus heridas.
Había jugado con ella.
Él, un hombre negro y analfabeta, la había humillado de la peor forma posible.
Había enterrado todos los recuerdos de aquel niño con el que jugaba a escondidas, el adolescente con quien se besaba y acariciaba en los establos a pesar las amenazas para él y las prohibiciones a ella.
Aun podía ver besaba y hacia suya a otra mujer, como los gestos y las bellas palabras se iban tornando ecos más lejanos convirtiéndose en un sonido apenas audible e inexistente, todo se destruyó en ese momento, cuando se burló de ella junto con la demás basura como él, solo como una venganza.
¿No estaba entonces justificado sus actos? ¿Era ella mala por buscar venganza también?
No lo creía así.
Pero todo en lo que cree, se esfuma al ver las heridas abiertas en la su espalda. Los pequeños trozos de piel aun cuelgan, la sangre corre por su torso, manchando la sábana y el piso que marcaba el camino con pequeños rastros.
Su orgullo se desvanece, las barras de acero desaparecen, incluso su odio se ha disuelto al ver esa imagen tan desgarradora. Se sostiene de uno de los muebles y tapa su boca tratando de ahogar los sollozos. Pero no puede. Sus quejidos, los respingos, los gritos que quiere tragar salían apenas audibles. Las lágrimas no dejan de hacer su recorrido y salen en todas direcciones.
—¿Quién anda ahí? — sus piernas flaquearon. Empuña sus manos y toma el coraje suficiente para continuar caminando —. Amor, ¿eres tú? — su corazón se resquebraja al escuchar aquellas palabras que no son para ella.
Toma el paño y lo sumerge en la pimpina que está en la mesa, lo exprime y lo coloca en su espalda. De inmediato, el hombre suelta un quejido de dolor.
— Sé que eres tú— musita con la voz ahogada por el dolor. Se detiene al escucharlo—. No tienes idea de lo mucho que te odio — aunque que se obliga a sentir indiferencia por sus palabras, le es imposible. Lo ama tanto que duele, ella sentía odio sí, pero hacia ella misma por abrirle su corazón de tal forma que él lo apuñaló y despedazó sin contemplación alguna.
— Si estoy aquí es porque padre me ha obligado — le responde con desdén, pero sin poder ocultar sus sollozos.
— ¿Y entonces por qué lloras? — espetó enojado—. ¡¿Por qué te afecta?!
—¡Porque me das asco! —espeta, apartándose—. Y porque padre me ha amenazado. Te prefiere a ti un simple bastardo de su hermano que a su propia hija— llora. No dirá la verdad así su vida dependiera de ello. No le dará el placer de regodearse en su desgracia, no le diría que había cumplido su cometido y que ahora el corazón de una blanca le pertenecía.
Sin previo aviso, Sonnike se incorpora, quedando frente a ella. La mujer se muestra preocupada al ver las muecas de dolor que hace, pero pronto se olvida de ese detalle al cruzarse la mirada llena de odio y desprecio por parte del hombre. Ya no es esa mirada cargada de amor y afecto, toda su actuación se ha acabado quedando la pureza de un asco y desdicha indescriptible. Tomo las dos muñecas de la mujer.
—¿Te doy asco? — cuestiona— ¡mírame!.
—Debes acostarte. Todavía las heridas están abiertas—dijo con voz gélida, apretando su mandíbula.
—¿Las heridas que me hiciste? — trata de buscarla con la mirada, pero ella le rehúye. Necesitaba verla a los ojos, ansiaba ver esos ojos celestes, era la adicción más masoquista que tenía; los ojos de la mujer que tanto desprecio le profesaba ahora. Alza su barbilla y la obliga a mirarlo—. No tienes idea de cuanto te odio por haberme herido—escupió, lleno de rencor. Las lágrimas de ella mojaban sus manos.
—¿Y las que tú me has hecho a mí, Sonnike? ¿Qué hay de ellas? Las tuyas sanaran con el tiempo, quedaran cicatrices, pero al menos curaran. Las mías siempre serán heridas abiertas...
— ¿Cuándo he hablado yo de las heridas físicas? — su respiración se corta al escucharlo—. Los azotes que me has mandado a dar, no se compara con lo que has hecho conmigo. Te odio tanto por no poder odiarte, a pesar de tus desplantes hacia a los míos, a pesar la educación tan racista y marginal que la Europa te ha dado, ¡Te odio porque soy incapaz de...!
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Editado: 26.03.2022