Dulce venganza (edición)

Límites

La chiquilla tembló en su posición.

Tembló de rabia, pero se contuvo y se quedó tan callada y tiesa como una momia. Respiró hondo y entrecortado, con un sudor frío que le bajaba por la nuca y dio media vuelta, lista para regresar a su pequeñita sala de fotocopiado y echarse a llorar encima de los millones de copias que hacía al día. 

¿Cómo podía ser tan hiriente y desagradable?

¿Cómo era posible que se le permitirá siquiera existir?

Hombres como Kaled Ruiz no merecían nacer, y Florence empezaba a creer que, en algún momento, terminaría buscando a su madre para asesinarla por tan horrible gesto contra el universo y la humanidad. 

—Señorita Diaz —llamó el hombre con su voz ronca e imperiosa. La aludida se detuvo en la mitad de su huida y lo miró por encima del hombro—. Hace un mes mi secretaria le entregó un delantal de trabajo. ¿Por qué no lo usa? 

«Porque es humillante». Pensó Florence, recordando el feo delantal celeste que la secretaria anoréxica del cabrón de Ruiz le había entregado, casi como si estuviera riéndose de ella, burlándose de su sobrepeso, de sus rebeldes rollitos, de sus pechos grandes y sus caderas puntiagudas.

Aún podía recordar ese día. Había corrido al baño para probárselo, sonriente y emocionada porque iba a pertenecer por completo a la agencia, pero en cuanto se lo había acomodado por los brazos, el mundo se le vino encima cuando el trozo de tela no le cruzó y se le quedó estancado por el pecho. 

Se sintió peor que nunca, más gorda y antiestética también. 

Florence cerró los ojos y se tragó todas las lágrimas para fingir una sonrisa.

Volteó y le contestó:

—Porque me dio un delantal pequeño y yo soy talla grande —respondió poniendo gestos en la cara que invitaron a Kaled a pensar que sentía asco.  

«¿Asco de ella misma?» Pensó el hombre con el ceño arrugado y la miró de pies a cabeza con detención, analizando cada rincón y curva de su cuerpo.

Se impresionó cuando la vio sonrojarse y las pestañas le aletearon con prisa, mostrándola tan frágil como una flor delicada en pleno invierno. De seguro le faltaba una dosis de seguridad y es que lo que él veía no resultaba para nada asqueroso, al menos no como ella pensaba. 

—¿Y no pidió algo de su talla? —insistió Ruiz sin dejar de mirarla y se acomodó el dedo índice sobre el labio superior, de seguro para ocultar la sonrisa con la que la admiraba.

Florence bufó y negó con la cabeza, cabreada de responder a eso otra vez.  

Y es que era la tercera vez en un mes que el señor Ruiz le hacía la misma pregunta.

Era como si lo disfrutara, como si gozara verla humillada por lo que su cuerpo significaba para ella. 

Significaba un castigo; ella no encajaba prácticamente en ninguna parte. Sus compañeras de la universidad eran delgadas, todas bien tonificadas, con las piernas firmes y los culos bien levantados. Su prima resultaba ser de su misma talla, pero Paz tenía curvas y no rollitos dispersos por todos lados. Y lo más cercano que tenía a una mujer y ejemplo femenil era su abuela materna, a quien prácticamente ya le colgaba todo. 

—Sí lo hice, señor —contestó ella, obediente—. Pero su secretaria dijo que aquí solo trabajan tallas pequeñas.

Kaled asintió con la cabeza, como si estuviera siguiendo sus palabras con atención y luego de eso le dijo:

—Tendrá que perder algunos kilos, Señorita Diaz. —Florence se quedó más helada que nunca y quiso lanzarle la taza de café por la cabeza, mientras el corazón se le subía hasta la garganta producto de la rabia que sentía—. Mañana quiero verla con el delantal…

—Pe-Pero…

—Mañana quiero verla con el delantal, Señorita Diaz. Si no lo trae puesto, la voy a obligar a ponérselo, le quede o no —reprochó con rabia, interrumpiendo sus excusas y movió la mano para que se marchara.

La chiquilla, humillada y dolorida, caminó apresurada por el pasillo que unía su oficina y cuando llegó a la puerta final, se derrumbó en ella; respiró entrecortado y sintió que el corazón le daba golpes en las orejas. Apretó con fuerza la taza de café vacía que tenía entre los dedos y escapó avergonzada cuando escuchó voces femeninas a su alrededor.

Como siempre solía hacer después de un encuentro con el señor Ruiz, se encerró en un cubículo del cuarto de baño de mujeres a llorar. 
A su abuela le decía que hacía horas extras después del trabajo y aunque odiaba mentirle, prefería hacerlo así para no tener que llorar en casa, para no mostrar la hilacha de sus dificultades, de sus quiebres emocionales y de las verdaderas complicaciones que Florence ocultaba tras su sonrisa bonita. 

Abandonó el cubículo cuando se sintió mejor y acomodó la taza de café en la loza del lavamanos, con los dedos temblorosos y la cara enrojecida. Los mocos le humedecían el labio superior y se pasó la mano para secarse la piel. 

Se miró al espejo con rabia y se lavó la cara con una bruteza que no le importó. Estaba en el limbo, en ese punto en el que se odiaba por preferir las pastas y las cremas antes que las ensaladas bajas en calorías; se odiaba, se odiaba tanto que después de cada comida se metía los dedos en la garganta y devolvía todo aquello que no necesitaba.



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En el texto hay: amor y odio, cambio de cuerpo, trastorno alimenticio

Editado: 01.02.2021

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