Al abrir la puerta, su mirada fue captada por Rachell acostada en la cama. Llevaba puesto el mismo vestido. La triste luz de la lámpara sobre la mesita de noche creaba sombras en su rostro, iluminándolo sutilmente. Dio un paso dentro de la habitación y cerró la puerta.
En ese momento las imágenes del vídeo cobraban vida frente a sus ojos y se preguntaba por qué Rachell no se lo había contado.
Sentía que el enfado empezaba a nacer. Estaba seguro de que no era una cualquiera. Vio sinceridad en los ojos de Sturgess cuando le confirmó que había sido el primer hombre en la intimidad de Rachell; sin embargo, antes de eso se exhibía provocando a los hombres y alimentando el morbo a cambio de un pago, eso era lo que precisamente lo tenía liado.
Acortó la distancia que lo alejaba de la cama y al estar frente ésta se puso de cuclillas. Con su mirada acariciaba el rostro de la chica, en el cual se marcaban claramente las huellas del llanto. El maquillaje estaba hecho un desastre; no obstante, la belleza no se opacaba. Definitivamente era algo que Rachell no esperaba y que no merecía; él era consciente de todo lo que se había esforzado los últimos días para que todo fuese perfecto, del entusiasmo que mostraba con acciones y palabras.
Ella anhelaba crecer como diseñadora y no había elegido el camino fácil, trabajaba duramente para ganar reconocimiento. Él mismo la admiraba por eso y alguien con su mala intención se había reído de toda esa dedicación.
No descansaría hasta averiguarlo y no cesaría hasta que al menos con Rachell lograra hacer algo. Lo que sentía por ella era intenso, nunca había sentido de la misma manera. Nunca pensó enamorarse y ahí estaba como un tonto con los latidos del corazón acelerado.
Con las yemas de sus dedos le acarició el hombro expuesto, mientras recordaba las palabras de Rachell, en las que le confesaba que había estado en varias ocasiones a un respiro de morir y entonces esa misma sensación de que el corazón se le empequeñecía la vivía con la misma intensidad.
Por experiencia propia, sabía que cuando se evitaba hablar del pasado era porque no había sido el más envidiable y las pocas veces que intentó saber del pasado de Rachell, la mirada de ella era esquiva, hasta llegar al punto de suplicarle no profundizar más.
Hasta ahora, sólo conocía a Rachell Winstead la diseñadora, tal vez un poco de la Rachell Winstead de Las Vegas; pero de la Rachell Winstead de Tenopah lo único que sabía era que una vecina le enseñaba francés y que su abuela tenía conocimientos de meteorología muy anticuados; pero no sabía nada más, nada de padres, ni hermanos, mucho menos novios antes de Sturgess. Esa Rachell era un completo enigma y podía jurar que escondía grandes demonios como lo hacia él también.
La puerta de la habitación se abrió y apareció Oscar, quien no pasó del quicio.
—Puede quedarse, ya es tarde para que regrese. Yo voy a intentar dormir en el sofá, así que hay espacio en la cama.
—Gracias Oscar, prometo no despertarla —dijo en voz muy baja evitando romper la promesa que acababa de hacer.
El moreno de ojos grises asintió en silencio y una vez más cerró la puerta, apartándolos del mundo exterior en ese pequeño dormitorio. Un lugar que protegía a Rachell, un lugar donde nadie le haría daño.
Se puso de pie y bordeó la cama, sentándose con cuidado al otro lado. De espaldas a ella, se quitó los zapatos y la chaqueta. También se desfajó la camisa y desabotonó los puños. Se acostó girando sobre su lado izquierdo y la abrazó por detrás, perdiéndose en el aroma que los cabellos azabaches desprendían.
Pasó su brazo por el torso de la chica y la pegó más a su cuerpo. Le tomó la mano y su mirada se posó en el cordón de cuero negro del cual colgaba el colgante del águila y el de él también estaba ahí, podía sentirlo aunque el puño de la camisa no se lo dejara ver.
No encontraba una sola razón para rechazarla, ni siquiera tenía ganas de reclamarle nada. Era algo que iba más allá, algo que el corazón no entendía, que no le importaba. Solo quería estar así.
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Los tacones hacían eco en los ladrillos de la acera que franqueaba la avenida Amsterdam. A cada paso que daba Sophia se alejaba un poco más del Lincoln Center y se acercaba más a su apartamento. Sólo tenía que caminar diez minutos y por fin podría descansar. El frío le quemaba las mejillas y la brisa agitaba su rojiza cabellera, tanto que apartaba el flequillo de su frente; sin embargo, a sus manos las resguardaba del frío en los bolsillos de la gabardina negra que llevaba puesta y que le llegaba por debajo de las rodillas. Las luces de los coches le iluminaban de manera intermitente el camino.
Con la mirada en la punta de sus zapatos se aislaba del mundo. Aún el ánimo le arrastraba por los suelos. No había nada que pudiese levantarlo, ni hacerle olvidar el suceso por el que habían pasado y todo por el animal carroñero que era el cabrón de Henry Brockman, pero en el momento en que tuvo que llamar al club para cancelar donde celebrarían el éxito de más que su amiga, de su hermana, se juró que eso no iba a quedar así. Sabía que era peligroso hacer lo que había planeado y que la situación se podría invertir y ser ella quien terminara en prisión, pero por cobrar lo que ese desgraciado le había hecho a Rachell, estaba dispuesta a ir hasta el infierno si era preciso.
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Editado: 20.04.2022