Uno, entre los tantos secretos guardados celosamente por Samuel Garnett, era la Children Dreaming´s Foundation, una clínica pediátrica gratuita de cirugías plásticas y reconstructivas en el distrito de Brooklyn, que atendía a personas de escasos recursos económicos, otorgándoles a los niños la oportunidad de poder ser sometidos a intervenciones que les devolviesen la sonrisa. En dos años, el centro médico había atendido a más de doscientos cincuenta mil niños, muchos de ellos provenientes de otras ciudades del país.
Samuel estaba terminando de ajustar su corbata, cuando el teléfono de su apartamento repicó muy temprano en la mañana, una de las asistentes de mantenimiento le llevó el teléfono hasta la puerta de su habitación. Era la psicóloga Eleanor Dwan, informándole que el paciente de doce años Julian Wellman, se había negado a comer y a tomar los medicamentos, a menos que él fuera a verlo.
Veinte minutos después, Samuel atravesaba el vestíbulo de la clínica, acompañado de la doctora Dwan. El lugar olía a químicos y desinfectantes, todo era blanco y aséptico, su estómago se estremeció cuando los recuerdos tirados de los esterilizados olores nublaron sus ojos. Tomó una generosa bocanada de aire mientras transitaban por un iluminado corredor, uno de los lados estaba hecho por completo de vidrio a través del cual la luz se filtraba revitalizante, el cristal permitía disfrutar del paisaje adornado por varios niños en recuperación, jugando en el exterior entre los jardines y árboles, otros simplemente caminaban en silencio, o se detenían en sus sillas de ruedas a observar a los demás niños.
—Lleva dos días sin comer, dice que está cansado y que no quiere otra cirugía, ha insistido en hablar con usted.
—No se preocupe yo me encargo de él —dijo a la mujer en la puerta mientras giraba el pomo. Ella asintió en silencio y se retiró del lugar.
Samuel entró en la habitación y la encontró a oscuras, todas las cortinas habían sido corridas, caminó con precaución y encontró al niño acostado de espaldas, se acercó a la cama y se sentó en el borde junto a Julian, lo observó en silencio, buscando valor para enfrentar el dolor, luego le acarició con ternura el cabello.
—Me han dicho que no quieres comer —susurró pausadamente—. ¿Por qué no quieres hacerlo, Julian?
El niño se mantuvo en silencio, apartó la mirada y removió sus manitas.
—No tengo hambre —habló al fin.
—Pero debes comer, aunque sea un poco para que puedas recuperarte pronto —habló Samuel con voz conciliadora.
—No quiero recuperarme —respondió Julian casi de inmediato, con su vocecita cargada de amargura—. No quiero recuperarme, quisiera poder morir e ir al cielo con mi mami. —Clavó sus ojos tristes en Samuel—. Con mi papá y mi hermana también, quiero volver a estar con los tres.
El aire se contuvo dolorosamente en los pulmones de Samuel, entendía su deseo, lo entendía perfectamente, pero no podía permitirle rendirse.
—Lo sé, Julian, pero ya falta poco, muy poco, lo más difícil ya ha pasado.
—Lo más difícil nunca pasará —rebatió Julian con amargura—. Yo me he visto en el espejo. —Apretó una manita contra la otra y su voz se quebró—. Me asusta lo que veo, no quiero verlo nunca más, y no quiero seguir viviendo solo, eso es peor que lo que veo cuando me asomo a mi reflejo.
Un nudo de impotencia se situó obstinado en la garganta de Samuel, porque en el fondo sabía que no tenía las palabras suficientes ni adecuadas para aliviar el dolor de Julian, porque estaba seguro de que en un momento como ese nada podría compensar su perdida, y que cuando se está solo en el mundo, la desesperanza se vuelve la única ancla segura a cuál asirse.
Samuel guardó silencio por largo rato, hundido en sus propios demonios y dolores ocultos, con la mirada tan perdida como la de Julian.
—Ven, levántate, te he traído unos libros.
El niño lo miró por unos instantes con el ceño fruncido.
—Me arde la vista, no soporto la luz, no podré leer.
—Eso tal vez sea porque no estás dejando que te apliquen las gotas. —Suspiró Samuel—. ¿Qué te parece si antes de la cirugía salimos a algún lugar? Podemos hacerlo de noche.
—No quiero ir a ningún lado, no quiero… —dijo Julian molesto—. No pagues más mis operaciones, odio estar sedado, odio que me operen, no sirve de nada.
—Julian, yo no puedo hacer eso, quiero que te mejores, solo queremos lo mejor para ti.
—Es que ya no quiero mejorarme, extraño a mis papás y a mi hermanita… —Los ojos del niño se llenaron súbitamente de lágrimas que instantes después rodaban abundantes por sus mejillas, su voz se volvió apenas un susurro—. Sueño con ellos, sueño con el accidente casi todos los días, escucho los gritos y veo a mi mamá llorando, no logro verla de ninguna otra manera, sino llorando en medio de todo el desastre, después escucho el auto explotar, lo vivo una y otra vez, y ya no quiero, no quiero verlo más, nunca más. Tú no puedes entenderlo, tú no puedes entender cómo me duele.
—Sí puedo… —susurró Samuel con voz suave, deteniendo los gemidos enojados de Julian—. Sé que no me creerás, pero te comprendo mejor que nadie. —Las lágrimas espesaron sus palabras, enronqueciéndolas llenas de dolor y miedo—. Sé lo doloroso que es, pero no tienes más opción que aprender a vivir con ello, sabes que a tus padres no les hubiese gustado verte de esta manera… Tienes que ser fuerte por ellos.
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Editado: 19.12.2021