Paseaba por mi sala, mirando asombrada por cada rincón de mi escamosa piel, me recorría curiosa mientras deformaba cada arruga de mi rostro, con las yemas de sus dedos abría mis parpados y los jalaba con fuerza. Con una mirada enternecida y las orejas escondidas siempre detrás; juguetonas entre sus delgados cabellos ella no dejaba de ir y venir con la flor abrochada en su cabello. Me fastidiaba tanto verla. Era curiosa, y aunque sabía que no podía tocarla, era audaz para escapar cuando había terminado de colmar mi paciencia. Si me movía muy despacio, ella notaba mis intenciones de huir y se abalanzaba encima de mí. Me había convertido en algo para ella y sus juegos; eso me llegó a entristecer, al darme cuenta que era una hoja traslucida, incapaz de ocultar nada. Moverme rápido a esta edad no era la gran cosa, ni con los tantos senderos recorridos, ni con los cientos de huidas y persecuciones que tuve, en mí no quedaba rastro alguno de mi enérgico personaje de antaño. Ella en cambio era joven y presumiblemente era cien veces más veloz, para mí ella era como una liebre salvaje que había invadido la calma de mi retiro.
Y así comencé a entenderla. Se dormía siempre en extraño rincón de mi habitación. Cuando invadía mi hogar se manifestaba con el último brillo del ocaso, y al dormir ella entraba a la habitación y se encogía en su rincón. Parecía un charco de agua estancada. Después de verla hundirse unas cuantas veces y buscando recuperar el botón de magnolia comencé a interpretar aquel sitio; quizá ese lugar era donde alguna vez arrojé toda la basura que acumulé de joven, su oscuridad y su turbia consistencia no daban más pistas de lo que pudiera ser, y al igual que ella, para mí era impalpable.
Al dormir comencé a hacer memoria. Entre sueños pude admirar como mi piel rejuvenecía. Cada sueño venía acompañado del mismo recuerdo. De hace tantos años cuando pude terminarme de enamorar del momento exacto en que una flor abre sus pétalos de forma armoniosa. El día que terminé de enamorarme por completo de sus pétalos de lienzo suave, abundantes como cien capas blancas, y con sus afiladas puntas fuertes que me hicieron pensar que estaba frente a la flor más hermosa. La magnolia se había convertido para mí en el símbolo de mi amor. Y mientras yo soñaba ese hermoso día, ella se encontraba detrás, cargándose de extrañas energías que desprendía aquella flor. Yo la miraba con odio, incapaz de interrumpir el sueño, era espectador de ese momento y temía al mismo tiempo que ella lo robase tal como había robado mi botón. Pero eso nunca ocurrió. Así esa niña se había quedado por un año entero. Me fastidiaba siempre que podía, mas ella nunca fue parte de una rutina. Había días en que desaparecía, días tranquilos en que de aquel charco solo se escuchaba un leve sonido de risa, era también impredecible, pues no importaba si yo estaba pendiente o si tan solo me distraía un instante. Siempre aparecía impertinente y odiosa a la misma hora. Y en todo ese tiempo jamás pude estar preparado.
En medio del suspenso a la espera de ella, siempre aparecía junto a mí sin importar dónde estuviera. Si me acostaba temprano ella aparecía en mi cama, sentado a la mesa robaba mi comida, sentado en la silla, al mínimo parpadeo ya se encontraba frente a mí.
—¿Qué diablos eres? — Le preguntaba siempre y ella solamente respondía lo mismo… — Abuelito… ¿Cuándo dejaras de matar esa flor? —
—Ya me la robaste—
—Yo jamás podría robarte abuelito—
—Y ya deja de llamarme así ¿Quieres? No soy tu abuelo… No te conozco—
—¡ha!... Abuelito… si me conoces, soy yo—
—¿Y quién se supone que eres? ¡Dime! —
…
Y entonces ella no respondía. En su lugar ella corría lejos y después de un tiempo volvía a aparecer frente a mí.
—¿Ahora sabes quién soy yo? — Con las manos sujetas detrás me preguntaba con ternura y segundos después volvía a desaparecer. En su lugar aquella mariposa volaba hasta golpearse en la ventana de la habitación donde estaba esa asquerosa charca oscura.
Algunas veces apareció de una forma muy extraña. Era principalmente los días en que yo recordaba algún cumpleaños de un viejo amigo. En sus delgados brazos colgaban siempre canastos de fruta, que iba llenando de a poco, recogiendo hinchadas esferas rojas que brotaban entre los arbustos. La primera vez pensé, ojalá fuera así ella a diario, entonces no me molestaría que apareciera. Se concentraba solamente en llenar sus canastos y no me molestaba ni un poco, muy por el contrario, algo en mí me hacía querer verla y hasta el último momento yo no podía despegar la mirada de ella recogiendo sus frutos.
Pero entonces ella limpiaba sus manos al terminar. Se enjuagaba el sudor en un cubo de agua, y mientras su reflejo la retrataba tal como era ella hacía ondas con sus diminutas manos, deformando su edad en reflejo, presumiendo las mejores épocas de su juventud y escalando entre edades. Era una niña, luego una joven adolescente, después una joven mujer, y de repente una mujer hecha y derecha, de buenos rasgos y hermosura natural, con ondulados cabellos peinados, con hermosas comisuras de alegría, su rostro era perfecto: ella se quedaba mirando, como absorta en lo que era su imagen, por un breve instante se detenía y después golpeaba con fuerza su rostro reflejado, el agua se alteraba y salpicaba. Entonces volvía a la inocencia de su infancia su reflejo, ella sonreía y comenzaba otra vez a dar palmadas al agua, siempre golpeando con furia al llegar a la adultez; jugaba con el tiempo, chacoteando en el cubo como si se burlase de su propia vida. Me enfurecía entonces con ella cuando comenzaba a golpear descontrolada, —“Soy eterna ¡Soy eterna!!”— decía- Escuchaba sus gritos alegres trastornarse a través de sus cuerdas, rasgándose la voz con cada grito, deformando su felicidad en una terrible desesperación, y a medida que su voz se elevaba sus golpes eran más erráticos y salvajes. Corría hacia ella e impulsivamente la intentaba tomar por los hombros. Pateaba el cubo con fuerza, eso sí podía hacerlo y entonces la miraba a ella, la reprendía gritándole
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Editado: 17.02.2024