Eran cuatro los que estaban en frente del pelotón de la muerte, todos ellos por la misma razón, alta traición. Y, ¿Qué era la alta traición? Camus ya lo había dicho y era para reírse, aunque a muchos, en comparación, les daría ganas de llorar.
A pesar de ser unos desconocidos, el momento que compartían juntos acaso era el más íntimo de cada uno de ellos, los últimos momentos de su vida, de su existencia.
El pelotón estaba conformado por los cuatro fusiles y el capitán. Este último, que había ordenado la muerte de tantos hombres, pero nunca había accionado un fusil. Aun así, conocía de antemano todos los procedimientos.
Llevaron a los cuatro condenados en fila a la pared de ajusticiamiento, en donde los hombres que recorrían el último tramo de sus vidas se comportaban de todas las maneras a imaginar, acaso para salvarse al último momento, acaso para redimir de alguna forma todos sus pecados.
No era de extrañar que les temblaran no solo los pies a aquellos hombres, pero a pesar de la vasta experiencia del capitán, le resultaba curioso el actuar del ultimo en la fila.
Por norma general, estos hombres adquirían un ligero peso de su cabeza hacia adelante, lo cual los obligaba a caminar gibados y normalmente con lágrimas en los ojos, dando suspiros largos y quedos. No miraban a los ojos, ya que los pocos que lograban alzar la vista a la misma altura de sus verdugos, la apartaban de sobresalto, incapaces de ver unos ojos rebosantes de vida.
Pero el último hombre en la fila no acataba estas normas de comportamiento. Andaba calmo y erguido, con la frente en alto y mirando a los ojos, sin nada que perder, sin nada que reprochar, sin nada que temer.
Cruzaron miradas con el capitán y el condenado hizo un gesto con la cabeza que decía ¿Qué hay, amigo? Un gesto totalmente fuera de contexto para su situación.
El capitán tomó éste gesto como algo provocativo, como una burla a su accionar. No era la primera vez que sucedía y esto le agradaba, ya que eran estos los que más suplicaban en sus momentos finales, y el, el capitán, nunca se cansaba de observar la cobardía del hombre ante el hecho que es su única certeza en esta vida.
El protocolo anunciaba que la ejecución se desarrollaría en simultaneo, es decir, los cuatro hombres debían ser fusilados al mismo tiempo, esto con el fin de disminuir la angustia de los últimos ejecutados. Por esto, llevaron cuatro fusiles para cuatro sentenciados. Aun así, y por el despreocupado gesto de uno de los fusilados, el capitán decidió romper con los protocolos y darle a este hombre un argumento para su tranquilidad excesiva.
Una vez llegados al muro, que curiosamente estaba adornado con imágenes representativas a la vida, el protocolo rezaba que los acusados debían ser ejecutados de cara al muro, es decir, dando la espalda a los fusiles. Pero el capitán se regocijaba alterando lo establecido y los posicionó de frente a los fusiles.
—¿No deberíamos estar de cara al muro? —Alegó uno de los condenados.
Cuando un condenado está al borde de su ejecución, éste tiende a recordar con detalle cada uno de sus derechos. Porque si, los condenados también tienen derechos, es decir, todos nosotros.
—¿Me dices algo, criminal? —Gritó el capitán, lanzando a su vez un punta pie al intrépido hombre.
—Por bocón, se merece el privilegio de inaugurar esta ejecución —Aulló el capitán.
—¿De qué habla? ¿La ejecución no es en simultaneo? —Mencionó otro de los condenados con la voz entrecortada.
—Esta es mi ejecución y se hace lo que yo diga —Dijo el capitán, esta vez mandando un manotazo al condenado que alzó la voz.
En ocasiones, los que deben impartir justicia actúan de la forma más injusta posible.
A pesar de esto, el capitán no estaba obligado a cumplir con los protocolos al pie de la letra. Él lo sabía, su vasta experiencia se lo aseguraba. A él solo se le pedía acabar de forma clara, limpia y contundente con los condenados.
Dichos protocolos eran un estamento más que todo teórico que buscaba garantizar a dichos hombres de ciertos derechos en el último lapsus de sus vidas. Pero, ¿Quién garantizaba que esto se cumpliera? Nadie, claro está, además ¿Quién se quejaría?
Aun y a pesar de todo esto, el capitán justificaba su accionar con la excusa de que no se debía tener compasión alguna con aquellos asesinos, violadores y masacradores. Eran la calaña de la sociedad, lo repudiable de la misma.
—Empecemos pues —Ofreció el capitán, mientras que los condenados lo interrumpían con sollozos.
Todos menos uno, claro está, el hombre resuelto, el condenado que al parecer le daba lo mismo estar vivo que no estarlo, el último hombre en la fila de condenados.
Miraba despreocupado, indiferente, buscando algo en que distraerse, en que ocupar la vista. Al capitán todo este comportamiento ya no le parecía una simple provocación. Para él, toda la galantería se le antojaba una burla y el capitán lo podía tolerar todo, menos que se burlen de él.
—¿Qué busca, imbécil? —Le preguntó el capitán— No busque escapatorias en el horizonte, no encontrara nada. Humedezca de una vez por todas sus ojos de delincuente, ya que sus lagrimas no servirán de nada para remediar lo que ha hecho…