Aquel hombre, mi amigo, que en sus ánimos de extroversión comenzó a frecuentar aquel bar, se vio involucrado en una situación digna para mencionar, digna para rememorar.
Mi amigo era una especie de ser solitario, un tipo de lobo estepario que se hartó de su condición y buscó algo de diversión, distracción. Lo ayudé en un principio, animándolo a que saliera de su interiorización y me contara todo lo que pudiera, sin tapujos, penas ni remordimientos.
La primera vez que acudimos a aquel bar me sorprendió su forma de exteriorizar, quiero decir, creí que debía ser yo el que hablaría, el que lo tendría que forzar a hablar, que se desahogara, pero no fue así. El habló largo y tendido, de su condición, de sus problemas, de sus aspiraciones. Me habló con confianza y me alegró que lo hubiera hecho. Me alegró que hubiera confiado en mí y yo trate de retribuir dicha confianza con ánimo, consejos y todos mis sentidos para entender su condición.
Continuamos desarrollando aquellas charlas vespertinas, donde él hablaba y yo lo escuchaba. En verdad que aquel hombre, mi amigo, necesitaba ser escuchado, ya que me lo compartió todo, hasta sus secretos más íntimos, más oscuros.
Seguíamos acudiendo a las citas, pero él insistía en que lo hiciéramos en el mismo lugar, en el mismo bar. Al principio me pareció curioso y se lo hice saber.
—Es el ambiente —Me decía él, mi amigo—. Aquí puedo hablar con confianza, me gustan las bebidas y la independencia que ofrece cada sección.
Di por hecho que esta era la verdad y me despreocupé del asunto. No bastaron otras dos charlas más para que él me compartiera la verdadera razón.
—El hecho de que me hubieras preguntado por mi imperante necesidad de acudir siempre al mismo bar me hizo dar cuenta de algo —Me dijo— Me indico que estabas interesado y que no estabas solo escuchado, estabas interpretando, tratando de entender.
En realidad, no sabía con certeza si lo que él decía era verdad. Al parecer, yo contaba con más dudas que él en aquel momento.
Me confesó que la verdadera razón por la cual el insistía en acudir siempre al mismo bar no tenía nada que ver con el ambiente, las bebidas, ni nada de sus argumentos. La verdad era que había alguien, una mesera de aquel bar le llamaba altamente la atención a mi amigo. A su vez, me confesó que me mintió para reconocer si yo me dejaba persuadir por sus argumentos. Insinuó que yo guardaba ciertas dudas pero que, por respeto a su persona, más que nada, preferí guardar silencio y no ahondar en el tema. Yo también lo creí así, aunque en realidad lo ignoraba por completo. Me explicó que, desde nuestra primera reunión, notó un comportamiento extraño en la mesera.
—Pasaba regularmente a nuestro lado. Cuando se desocupaba, se ubicaba al frente mío, es decir, a tu espalda, y la descubrí más de una vez mirando en nuestra dirección. Bailaba de vez en cuando, al ritmo de la canción que estuviera sonando y se aseguraba de que la observáramos, que notáramos su alegría, belleza y sensualidad. Pensé que lo habías notado, pero creo que lo ignoras por completo.
Así era y así se lo hice saber.
Acaso estaba muy ensimismado en las cuestiones de mi amigo o en mis propias cavilaciones.
—También noté algo adicional —Continuó mi amigo— Ella trabaja solo los fines de semana, y tú me dirás entonces ¿Por qué venimos los jueves? La respuesta es simple. Quiero ser cliente habitual, talvez de esta manera pueda llegar a ella más fácilmente. Y sí, he venido un par de ocasiones solo. Y no, no me he atrevido a decirle algo, ni siquiera invitarla a un trago.
Así estaba mi amigo, respondiendo automáticamente a nuestras preguntas comunes.
Como aquel era un sábado y según sus afirmaciones aquella dama solo estaba los fines de semana, me atreví entonces a adivinar cuál de las cuatro chicas del bar era nuestra chica.
—¿Es la mujer de gafas? —Me atreví a aventurar.
—Sí, lo es ¿Cómo lo supiste?
—Es la que yo hubiera elegido —Y era verdad.
Me descubrí siendo fiel a mis gustos. Mujer delgada de cabello largo con anteojos que adornan un rostro hermoso. Y si, aquella mujer también me atraía, no podría negarlo. Aun así, mantuve este detalle en secreto.
Nos detuvimos un poco en nuestra conversación para observarla. Y si, era bella, sí que lo era.
—Resulta que su comportamiento ha cambiado —Me dijo mi amigo—. Ya no mira igual, ya no pasea regularmente por nuestro lado. La noto indiferente y tajante. Supongo que se ha cansado de esperar.
—Talvez —Respondí. Asumiendo que mi amigo había tenido más de una oportunidad para haber actuado y sencillamente no lo hizo.
Se lo hice notar y termino sumiéndose en una nube de tristeza e inconformidad.
—No te preocupes —Me dijo—. Es la verdad, soy un cobarde.
—¿Aun piensas decirle algo?
—No lo creo, no soporto la indiferencia.
Sentía pesar por él, mi amigo, que necesitaba urgentemente de una compañía, de una dama, de una mujer. Pero si él consideraba que ésta no era la adecuada, no podía hacer más que estar de acuerdo.
—Ufff, bueno, tengo que ir al baño. Creo que he bebido cerveza muy rápido.