El maestro más reconocido, más recordado, más apasionado de la academia se encontraba en un estado de olvido, perdido, ensimismado. Aislado en sí mismo, alejado por completo de aquello que conformaba su realidad, de aquellos con los cuales contaba para sentirse y hacer parte de aquel pequeño mundo, su mundo, que era la academia de los olvidados.
Ahora, se había sumergido en un estado de reflexión casi doloroso. Ahí, casi postrado en su única y preferida silla, con la mirada perdida en sabe Dios qué pensamientos.
—Lo hemos perdido —Dijo un día José “Mapamundi” Rodríguez.
Y así era, así parecía. Yo también me encontré extrañando sus particulares reprimendas, sus extrañas formas de enseñar y sus entretenidas lecciones. Yo también sentía que lo perdía.
Si uno se acercaba para intentar sacarlo del estado casi pastoso en el que estaba, él se limitaba a responder si o no, como absorto, como ausente. No había posibilidad de sacarle las palabras, esas que tan alegremente adornaban sus elocuentes lecciones, sus entretenidas reprimendas, sus particulares discusiones. No como antes, entregado por completo a sus apasionantes conversaciones sobre cualquier tema, así no tuviera conocimiento, todo se lo inventaba y aquello era algo grato y agradable.
Pero lo peor de todo, lo que más nos lastimó a nosotros, sus aprendices, fueron la perdida de sus lecciones. Entretenidas, dinámicas, interesantes, motivadoras, reaccionantes. Ahora eran el reflejo de la monotonía. Rutinarias, perdidas y aburridas, como aquellas clases que se impartían en otro instituto unas calles más abajo, ese instituto patrocinado por el gobierno, impulsado por la negligencia de padres ocupados.
Se le notaba triste y decepción, arrastraba sus pies por los pasillos, se perdía solitario en peregrinajes muy frustrantes hacia la perdición.
—Son las consecuencias de un amor no correspondido —Me explicó un día José “Mapamundi”—. En especial para una persona que no está hecha para el amor.
Así estaba aquel hombre, ese licenciado que un día lo consideré mi maestro, que creía capaz de cualquier cosa. Derrumbándose por algo que ni siquiera se había materializado aun, pero que al parecer era una gran añoranza.
De esta forma, empezó la decadencia de este hombre, el decaimiento lento pero progresivo, el derrumbamiento de su persona por un hecho que no supo afrontar, ya que él no estaba preparado para esos abatimientos inesperados del amor.
Añoranza que tomaba tintes de agonía…