Apretujados por el calor, asfixiados por el ahora eterno uso del tapabocas, inhalando y exhalando el mismo aire de toda la jornada, ese de tedio y esperanza.
Ahora, nos sorprendemos añorando respirar aire fresco, aire de verdad, sin ningún tipo de impedimento. Mierda, hasta donde hemos llegado.
En fin, ahí íbamos, intentando escabullirnos es esa realidad para olvidarnos de ella misma. Íbamos los dos, uno al lado del otro. No charlábamos, ya todos los tópicos estaban agotados. Solo nos regocijábamos en la satisfacción que da la compañía. Una compañía silenciosa y fiel. Una alianza ingenua que resulta una amistad más verdadera que la de mil palabras dichas.
La experiencia de caminar en un acompañamiento silencioso es sin igual.
No era ajeno en mí el hecho de reconocer ese impulso casi obstinado que tenemos de ver nuestros reflejos en cualquier escaparate. El origen lo desconozco y en realidad no me interesa.
El caso es que, en las mujeres, éste accionar es más repetitivo, impulsivo, acaso necesario.
La vi pues, a mi acompañante, observarse el trasero en el reflejo.
—¿Por qué siempre buscas tu trasero en el reflejo?
—No miro mi trasero —Respondió ella—. Es solo que me gusta observar mi cabello.
—Vil mentira. —Me dije a mi mismo.
Y me sentí desgraciado. Había roto la sencillez, la magia del silencio con una estúpida pregunta.
Aun así, había que reconocerlo. Ella tenía un hermoso y largo cabello. Envidia de muchas, angustia de otras.
¿Y los hombres que nos miraremos?
La verdad, no tengo idea que buscamos en los reflejos. Acaso que no nos perdamos a nosotros mismos…