Echemos un vistazo en retrospectiva, hurguemos entre el baúl de los recuerdos haber que encontramos. Siempre es divertido y otras veces necesario, echar un vistazo en aquella dirección.
No hay que dejar que la mugre y el polvo se apoderen de aquello que acaso es lo único que nos pertenece en su totalidad.
Así, uno se topa con la infancia. Siempre divertida, reconfortante, alegre, feliz.
Evoca uno las sensaciones, los sentimientos. Esa despreocupación envidiable, el desapego anhelante. Ahí estaba, ingenuo e inocente hasta más no poder. Mi mundo se resumía a aquel vecindario y el colegio, no había más, no se necesitaba más. Estaba conforme con lo poco que tenía y aquello era suficiente para la alegría de mis días.
Aquel mundo estaba organizado en nosotros, lo pequeñitos. Los mayores, que eran nuestros ídolos y los adultos. Estos últimos eran inalcanzables, casi semidioses, eran cuento aparte del cual no vale la pena mencionar.
Me divertía y aprendía en la calle, con igual intensidad, con la misma facilidad. Los juegos tradicionales eran nuestros maestros. Tener la fortuna de compartir con los de mi edad aventuras inigualables e irrepetibles en los pocos metros que conformaban el parque infantil. Teníamos a nuestra disposición un sinnúmero de alternativas. Un día eran las canicas, el otro el trompo, las cogidas, las escondidas, la bici, el futbol. También nos dejábamos contagiar por las modas y las tendencias. Así, llega con facilidad alegremente nostálgica el recuerdo de los tasos en los empaques de papas fritas. Uno llegaba a coleccionar torres de tasos, unos enteros, otros completamente descoloridos por el trajín del día, por el entusiasmo del juego, por la necesidad irrelevante de la victoria. Las cartas de Yu-Gi-Oh, los trompos con sus múltiples formas y posibilidades.
Esos éramos nosotros, los que se dejaban encantar con cualquier nimiedad de la época. Una que recogía todo lo bueno de la vida y donde la maldad parecía el eco lejano de un grito pronunciado hacía mucho tiempo atrás y que no tenía la fuerza suficiente para llegar a ese pequeño rincón olvidado de la historia y los precedentes.
Después estaban los mayores. Era inevitable la interacción con estos que imponían las maneras y los hábitos para ellos mismos y para sus súbditos, es decir, nosotros los pequeñitos. Éramos como unas marionetas que no necesitaban de ningún tipo de mecanismo para ser manejadas. Éramos como la mascota fiel que es maltratada o como el enamorado negligente que se encapricha más con la indiferencia, con el irrespeto.
Si, era una forma de masoquismo deliberado, ya que la imagen, el estatus que otorgaba el hecho de juntarse con los mayores era sinónimo de respeto y fama entre nosotros, los más pequeños. Y a pesar de que éramos conscientes de este hecho, que no éramos más que un objeto de entretenimiento y distracción para aquellos ídolos, de que cualquier singularidad era más valiosa que nosotros, lo aceptábamos. Éramos felices por ello, por nuestra ignorancia. Pero como alguien dijo un día, si la ignorancia es lo único que tienes, nada de malo tiene. Y esto era suficiente para nosotros, para justificar nuestra felicidad y realización que, años después, se nos perdería, le perderíamos el rastro y la extrañaríamos con anormal aprecio.
Entonces nos irrespetaban ya que el respeto no lo entendíamos aun, por ende, no era válido para nosotros. Estaba fuera de nuestro vocabulario y en esas condiciones éramos vulnerables a cualquier tipo de atropello. Y claro, los adultos, esos seres que navegaban en cielos inalcanzables también nos irrespetaban, pero de formas más sutiles.
Acaso era aquella ignorancia la que nos permitía disfrutar de esos momentos de manera más auténtica, más real. No veíamos consecuencias, ni intenciones en los actos de los demás, por lo cual, no podríamos ser víctimas de esas artimañas. Porque si, solo es víctima aquel que le otorga a la ofensa el poder de ejercer su cometido.
Pero ellos, los mayores, ignoraban esto. Que la diversión de unos puede llegar a ser el lamento de otros. Solo se divertían, no con nosotros, sino por nosotros, eran unos canallas sin saberlo.
Así crecimos, así vivimos. En un mundo donde la ingenuidad primaba y sus consecuencias eran una satisfacción agradable, ahora envidiable…