Ecos de la insatisfacción

Un comensal alagado

Es el desencanto de un hombre que se debatía entre el desespero y la desilusión.

Se paseaba de un lado a otro en el largo y amplio restaurante, toda la extensión del establecimiento, tratando de engañar el desespero, intentando dar solución a la ansiedad.

Todos nosotros, el resto de comensales, ya habíamos saciado el ansia y el apremio del hambre.

Aquel hombre, que se debatía entre la paciencia y el desespero, se había ofrecido a esperar su plato ya que era una preparación especial que requería más tiempo de lo habitual. Con lo que no contaba era que el tiempo se extendería de forma dramática e incontrolable.

Las dos cocineras, perdidas en la inmensa cocina, luchaban por llenar con sus lentas y poco practicas manos todos los requerimientos del amplio lugar.

—Y eso que hay solo dos mesas ocupadas. —Nos decíamos entre nosotros, los acompañantes del hombre que había perdido ya la calma, pero se esforzaba por aparentar controlarla, mantenerla en su interior.

En un principio, la conversación amena y simpática de nuestra mesa mantenía distraída esa necesidad y angustia por satisfacer el hambre, pero una vez que fuimos servidos y, en consecuencia, nuestras bocas ocupadas en una mejor y más gratificante labor, nuestro hombre quedó solitario en la visualización de ese espectacular alivio que es saciar el hambre después de una larga y calurosa jornada.

Muchos de nosotros nos atrevimos a ofrecerle un bocado a nuestro solitario compañero, pero éste se negaba. No sabría decir si lo hacía por respeto u orgullo, pero no es un secreto para nadie que el hambre se alborota más de lo debido cuando se observa a otros comer.

Y el olor, vaya martirio debe de estar pasando nuestro compañero de mesa.

Su estado de impaciencia se acrecentaba con singular agonía cuando posaba sus ojos en la de los demás comensales, ya contentos, ya satisfechos. No sabría decir si era en razón del desespero o sus ánimos de sentirse más desdichado lo que lo llevaban a preguntar a sus colegas más cercanos si habían satisfecho ya sus ansias de comer, y claro, él era el único faltante, el más inconforme.

Pero, ¿Por qué no recibía bocado?

Todos nosotros, angustiados por el rebote de su pie derecho, por sus apremiantes ojos, le compartíamos lo último que nos quedaba. Pero el continuaba en su obstinada negación. Ni siquiera liquido nos recibía.

—Yo no les voy a compartir de mi plato. —Decía. Pero nosotros no pedíamos tal.

Nuestro hombre permaneció unos minutos más ahí sentado y en silencio, tratando de distraer la vista en otros lugares, en otros paisajes que no le recordaran el resonar de sus entrañas. Aun así y para su desgracia, toda la decoración del restaurante hacía alusión a diferentes alimentos y comidas. Que más se podría esperar.

Ya se le notaba nervioso e intranquilo. Una vez más, se le ofreció algo de alimento, pero él volvió a negar.

De repente, se levantó para ir al baño y no volvería a tomar asiento hasta que su plato fue servido. Fue aquí, después de salir del baño, cundo empezó su intranquila y desesperante caminata por el establecimiento.

Se paseaba por todo lo largo y ancho del establecimiento, curioseando aquí, curioseando allá.

—Tiene hambre —Se volvió a escuchar en nuestra mesa.

Se cruzaba de brazos, las recogía en la espalda, con aire de respetuosa curiosidad, pero no duraban mucho tiempo en esta pose.

Su andar ya nos ponía nerviosos a nosotros, que reposábamos el alimento, dejábamos que la digestión hiciera su labor. Se me ocurría pensar que en cualquier momento estallaría, la emprendería contra las cocineras, contra el dueño del restaurante, su padre. Pero era aquel echo, que el dueño del establecimiento era su mismo padre, lo que lo obligaba a mantener la compostura.

—Ya sale, mijo. Ya va a estar. —Le tranquilizaba una y otra vez su padre, pero el hambriento hombre sabía que esto no eran más que simples palabras, una forma de escusa que pretendía calmar.

Aun así y contra todo pronóstico, seguía manteniendo la calma, pero una calma paradójicamente intranquila, desesperada. Se notaba en sus expresiones que estaba desesperado, hasta llegado el punto de atreverse a mirar en el interior de una vasija de barro ubicada en el mostrador del restaurante.

—Miren, Juan está desesperado buscando comida.

Todos reímos por el comentario, incluido Juan, que reconocía en este algo de verdad.

Pero, ¿Por qué no comía algo, al menos una papa, un plátano, para engañar el hambre?

Nos convencimos de que, si se dirigía a la cocina, el hambre lo atacaría con mayor apremio si veía la comida, si la olía y él tenía todo el derecho de hacerlo, de adentrarse a los aposentos privados del restaurante, era el hijo del dueño.

El momento culmine llegó. Unos nuevos clientes, un grupo numeroso llegó con afán y apremio. Por la forma como fueron recibidos por el dueño, era evidente que se trataba conocidos.

Se recibió el pedido y el dueño se dirigió a nuestro hambriento y desesperado hombre. Le dijo algo al oído y nuestro amigo no hizo más que asentir con la cabeza, resignado, conformado.




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