Arrastraba los pies, lo hacía con frecuencia, pero últimamente sus pasos habían adquirido un peso sobrenatural, lo cual pronunciaban el silbido de la suela del zapato con el asfalto.
Le gustaba la noche. No reconocía rostros con facilidad y las calles dominadas por las sombras le recordaban el anhelante silencio que tanto deseaba, ese que se le escapaba en la ruidosa calle comercial, en la insoportable inconformidad de su morada.
Escogía las rutas menos transitadas, le agradaba el resonar de sus pasos en el asfalto, el quebrar de las hojas por el camino regadas. Esos eran los ecos de los pasos en las noches, los suyos propios, la certeza de que aún se sigue andando. Mientras lo hacía, se preguntaba.
¿A dónde puede ir uno cuando ningún lugar es el deseado? ¿A dónde puede ir uno cuando ninguno de los escenarios de la cotidianidad resuena en el corazón? ¿A dónde puede ir alguien cuando ningún lugar es el indicado? ¿A dónde, en consecuencia, cuando no se tiene ningún lugar?
Pero todos tenemos un lugar, así no lo sepamos reconocer, así lo neguemos con terquedad y obstinación. Así pues, la fachada de su destino se dibujaba en las sombras de su memoria. Era un rostro desfigurado por la tristeza, el desencanto, el descontento, el arrepentimiento. Aunque era de noche, tenía aquella imagen prendida en la cabeza y la reconocía con facilidad.
La indiferencia lo recibía con los brazos abiertos, unos brazos que nunca estaban para él ya que eran los brazos de bienvenida que esperaban a alguien más. Saludaba rápida, fría y queda mente, limitándose al respeto, alimentando así el desprecio.
La luz esa blanquecina que tan bien lo conocía lo bañaba en un ambiente sereno y despreocupado. Solo se escuchaban unos pequeños ecos de los ruidos exteriores que atravesaban la puerta cerrada, separando mundos, asignando fronteras.
Esos ruidos se ahogaban bajo el aroma de un incienso que un día se atrevió encender y nunca había terminado de consumarse. Su aroma lo llevaba a ese lugar donde las sombras se movían, donde habían aprendido el don de las caricias. Lo besaban los susurros del silencio proyectados por su espíritu. Sentía el palpitar del corazón anhelante que espera su llegada para recibirlo como el mejor cómplice en ese honorífico juego que era el olvido. Se apoderaban de él esas ansias de olvido, ese que es definitivo, que no tiene regreso ni tiene vuelta atrás. Ese que solo encontraba en las caricias de la noche, en el tormento de sus sabanas, en la calma de sus sueños.
Así, se encontraba con sus mejores aliados para justificar aquella soledad injustificada.
El escritorio movedizo que nunca se mueve, que parecía empotrado en aquel rincón, ese donde la pintura yacía opaca por la falta de luz, por estar siempre limitada a la proyectada sombra del escritorio.
Las hojas que se quedaron a invernar en su superficie. Ruinas de hojas acumuladas por el tiempo, anexadas al catálogo del olvido y que esperaban pacientemente el día para salir del anonimato, ese despreciable anonimato que les impedía justificar su existencia. Esperaban el día que un crítico de verdad las leyera, les diera forma, sentido, esencia. Esperan el día de ser compartidas por un obstinado escritor que nada tenía que ofrecer ya que sus míseros intentos se los reservaba para el mismo.
Las partituras de los ritmos que practicaba con disciplina, pero sin entusiasmo. Los instrumentos reposaban gastados y trajinados, esperando lanzar sus armónicas voces para darle una forma de sentido a su existencia, para sacarlo momentáneamente de ese baile desgastante del cual él no se sentía parte.
El cumulo de libros que se proponía leer pero que aún no había hecho. En ellos, encontraba a sus amigos, los únicos que tenía, los únicos por los cuales valía algo la pena.
Lo movían, lo sacudían. Le enseñaban el don de la inquietud, le recordaban lo valioso de la curiosidad. Se entregaba a ellos con juicio y esmero, esperando algún día encontrarlos, reconocerlos, asemejarse a ellos, mirarlos de frente, rozarles el codo, soplarles el pelo, giñarles el ojo, sacudir el tiempo, gritarles su sentimiento.
Y se decía, una vez más, solo una vez más, el último intento. Así seguía, ahogando ese grito definitivo que era el final.
El tiempo ya jugaba en su contra, una sola vida no alcanzaba para todo lo que había que hacer.
Pero todo tiene su final y él se cansaba con relativa facilidad. Así, se dejaba llevar por el estado de convalecencia que solo la pereza y el cansancio sabían reconocer.
No tenía ánimos y su única intención era esconderse bajo las sombras de la oscuridad, esperando que nunca llegará aquel amanecer que siempre lo esperaba para castigarlo una vez más. El olvido definitivo…