Ecos de la insatisfacción

De abuelo a tortuga

De abuelo a tortuga.

Hijo y nieto lo cuidan, lo vigilan.

Los niños son traviesos, su curiosidad puede ser peligrosa sin siquiera saberlo.

Lo lleva, lo trae. Lo alza, lo abraza.

Cada vez más fuerte, más pesado.

—Solo déjalo

No, su caparazón no es suficiente.

—Pero míralo, es feliz, es alegre. Además, agradecido.

No, no estoy acostumbrado a las tortugas.

No sé su cuidado, sus requerimientos.

Nada requiere, solo comprensión y algo de amor.

—¡Mira! Los niños juegan con sus pequeños carros de juguete sobre su caparazón.

Ha crecido. Sostiene el mundo con sus enormes patas, el mundo en sus espaldas, en su enorme caparazón.

Tiene los ojos cerrados. Perpetuo agradecimiento.

No, me intriga, me inquieta.

Quiero al abuelo real, al veraz.

Aunque no lo recuerdo, no lo extraño, en realidad.

Solo me inquieta su sonrisa, su satisfacción.

La enorme sonrisa de la tortuga, en mayor gesto de agradecimiento.

No estoy acostumbrado al agradecimiento sincero.

—¡Mira! La televisión.

Ofrecen el manual para el retroceso del cambio. La solución a la inquietud, al desespero.

La respuesta al dilema, el regreso a la normal mediocridad.

¿Quién trajo el televisor?

—Es calvo, igual que tú.

No hables, déjame escuchar.

Se fue, se esfumó.

Mostró la solución, pero no dijo dónde encontrarla.

Ahhhh, papá volvió.

Gris, blanco, casi acabado.

Los ojos tristes, cansados de siempre.

—¡Habla! Mira que habla.

—Quería estar en el cuerpo de la tortuga.

Ya se fue, no volvió…




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