Ecos de la insatisfacción

Estación de la soledad

En la incómoda estación del silencio, donde todos se alojan una que otra vez a pesar de su repudiable fama, esperaba un hombre su recogida final, el ultimo trasbordo que lo llevaría al sitio definitivo.

Estaba de pie, sobre la línea de abordaje, bañado por la blanca luz de la estación que pronunciaba más de lo deseado el oscuro agujero donde pasaban los trenes del destino.

Una que otra vez pasaba una brisa fría y casi extraña, pero el hombre sabía reconocer su particular danzar, su repetido silbido. Es allí donde penetran los aires de la reflexión. Esos que por su complejidad no todos lo pueden respirar, por su extrañeza no se puede encontrar en cualquier lugar.

Fue ahí, en la maximidad de las sensaciones, donde el hombre dejó que las lágrimas se mostraran y dibujaran aquellas columnas verticales que son tan singulares, en la cristalina y frágil cutis del rostro del hombre.

Lloró, porque en el silencio más profundo, más claro, más evidente de esa estación, reconoció de forma autentica el rostro del recuerdo. Ese rostro que ahora tenía forma y tenía voz. Ese que le susurraba entre gritos que lo vivido ya vivido estaba y que, por ende, el peso de la perdida lo dejaba todo en el lugar más asequible de la memoria.

Al mismo tiempo, sentía la cálida y acogedora brisa de la esperanza, que lo impulsaba y empujaba a vivir lo que hacía falta como si fueran los últimos momentos de una existencia que, de hecho, tenía un final palpable, realizable.

En consecuencia, se le dibujaba una sonrisa en su rostro. ¿Cuándo fue la última vez que sonrió? Ya se le había olvidado el gesto. Incluso, se le había perdido en la memoria lo gratificante de su sensación.

Seguía allí de pie, esperando por su tren que le conduciría al siguiente destino. En aquel lugar no había nadie, solo la soledad palpable y el silencio reconocible. No encontraba un rostro conocido, no sabía reconocer en el paso por la memoria un gesto que le resultara familiar.

Una que otra vez escuchaba un eco lejano, perdido. Era una alegra voz que lo llamaba, pero no sabía reconocer su origen. Llegaba por todos los lados y el mensaje que continuaba al llamado resultaba confuso, incoherente.

La brisa pasaba una que otra vez, visitándolo, recordándole que su soledad era momentánea y nunca definitiva.

Entonces le llegó el aleteo de una mariposa blanca, la sonrisa de la tortuga, el beso de una dama que no alcanzaba a reconocer. Eran estos las únicas sensaciones que mantenía en su estado de convalecencia, en su espera por el tren que muy seguramente comandará Caronte, ese tren que lo llevaría a ese lugar que el siempre creyó el suyo.

Se aferró a esos sentimientos creyéndolos suyos, la única certeza de su existencia. Aquello era el recuerdo de la felicidad y mientras ese extraño y extranjero sentimiento llenaban su frío cuerpo, reconoció por fin el particular silbido del tren. El suelo bajo sus pies se sacudió, la lámpara de la estación parpadeó y, por fin, había llegado el tren blanco de franjas azules, atestado de gente, lleno de recuerdos que hacían berrear a unos, sonreír a otros.

El tren se detuvo en el sitio indicado, una de las puertas abrió sus fauces ante el hombre para darle la bienvenida y este vaciló. Finalmente, entró, acomodándose en el tumulto de almas inconformes y preocupadas.

Una vez más, la estación de la soledad quedaba totalmente desierta, a la espera de un condenado más…




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