Camino sobre hojas, sobre pétalos de corazones desfallecidos por el dolor, por el olvido. Hojas con los colores del terror, de la represión.
Camino bajo el grito herido, el grito dolido. Los ecos de años de insatisfacción, de recuerdos por olvidar, de tristezas que configuran las cicatrices del alma, los años de esperanzas nunca dejadas.
Camino con los demás, como ausente, como ajeno, con la consigna del cambio, con la idea de un mañana diferente, más justo, menos corrupto, mentiroso e hipócrita.
Caminaba sobre hojas, bajo la sombra de carteles y pancartas. Si la voz no alcanzaba, las coloridas palabras hablaban por los mudos de inconformismo.
Miré alrededor. Vi una consigna: “Nos espantaron hasta el miedo”. Ahora, sabía por qué estaba allí.
Todos salían a las calles a pesar de la pandemia, a pesar de la represión. Estaban mamados del miedo, de la incertidumbre.
Y no es que se quitaran el sentimiento de ésta forma, lo habían conquistado. Como lo hizo Mandela y me imaginé que todos esos marchantes, todos esos protestantes que se expresaban con amor, color y alegría estaban destinados para grandes cosas. A pesar de que el mundo no los reconociera, a pesar de su humilde apariencia.
Yo, seguía caminando sobre hojas, sobre mi camino en el olvido, sobre la ruta de mi soledad. Caminaba, frágil como la brisa, como la hoja que pende de su último suspiro al árbol. Tan frágil como un gobierno que se fundamenta en el miedo de su pueblo. Un miedo que fue inventado y que sirvió de excusa para crear el escándalo.
Así seguía, caminando sobre hojas, sobre recuerdos inventados en aquella tarde gris azulada. Caminaba como muchos tantos, pero sin la idea clara de a quien parecerme en el canto. Caminaba entonces en silencio, como esa compañía reconfortante que brilla por su aparente ausencia, por su exagerado respeto mimado.
Y mis hojas, coloridas ya de tantos pies recoger, de tantas huellas aprender, seguían bailando en ese candor de esperanza y júbilo. En ese tumulto de alegría y gritería caminaba yo, codo a codo con el estudiante insatisfecho, con el trabajador perpetuo y cansado ya desde hace años.
Todos con sus trapos y arengas, ocultando el pánico tras el optimismo y la esperanza. Para ellos, para nosotros, la única forma de sobreponernos a la adversidad que se traducía en el día a día. Sentía la penetrante soledad, me sentía ajeno al arrebato de aquellos que no tenían más que seguir caminando hacia adelante, donde estaba el peligro, el real objetivo.
Caminaba sobre hojas de una vida larga y repetitiva, donde los árboles no eran más que los huesos de lo que eran, el rastro del pasado, el recuerdo de una historia que no queríamos, pero que nos tocaba asumir. Nuestros árboles eran solo el polvo de ramas secas y olvidadas, ramas que no tenían un fundamento y que nos servían de evidencia para comprobar lo olvidados que éramos, ya que un pueblo que pasa hambre es como un árbol seco, sin sueños, sin esperanzas, solo miedo, que se sacudía con cualquier briza fría, con cualquier sopo que sonara a consuelo.
Todos se forraban en amarillo, azul y rojo. Como para darse energía, como para acordarse donde estaban, de donde venían.
Todos estaban cansados de agachar la cabeza, querían mirar a los ojos, a la misma altura.
Por eso salieron a las calles. Allí podrían reconocer los ojos detrás de los rostros de la trágica rutina, detrás de tantos años de violaciones perpetuas y repetitivas.
Caminaba sobre hojas, que eran los sueños y anhelos de muchos cuando eran pequeños. Sueños que quedaron sepultados en ese camino de olvido que ahora recorremos con el anhelo de recuperarlos, reconstruirlos. Con la esperanza no de retomarlos, sino de ofrecerlo a las nuevas generaciones.
Pero aquel no era el verdadero anhelo. Lo que más deseaban aquellos que por días caminaban era brindarle la posibilidad a los más pequeños de que fueran lo que quisieran, sin limitaciones ni miedos.
Caminaba sobre hojas, buscando perderme de esa maldita sombra que me perseguía, esa que llaman violencia y que negligentemente seguía pegada a mí.
Quería sacarla, apartarla. No la consideraba parte de mi sino un legado que la historia me había anexado. Y aunque no puedo eliminar dichos anexos, si puedo agregar más hojas. Hojas de muchos colores, de muchos sentimientos que sirven como reivindicación y, adicionalmente, espantan el miedo.
Son esas hojas que predominan en el suelo. No las recojo, solo las piso, dejo que me manchen los pies de sus vivos colores, de sus inquebrantables recuerdos, de su sana alegría, de su intencionada paz.
Dejo un rastro, unas huellas que permitan guiar a los que van atrás, para que no se pierdan, para que no se desvíen.
Aunque es un camino duro y peligroso, es verdadero, real y necesario. Donde en el horizonte se divisa el miedo y, más allá, la libertad, la igualdad y la paz. Nuestro objetivo.
Caminábamos en grupo, ya que el anhelo de muchos es más que el egoísmo y la indiferencia de unos pocos…