Al día siguiente, cuando faltaban quince minutos para que comenzara el día de clases, Edward y Tobias se encontraban por el camino que conducía a la entrada del Instituto de Educación Media-Superior «Isaac Blyght». Tenían por costumbre pasar un tiempo afuera del edificio escolar mientras esperaban la llegada de sus mejores amigas y compañeras de clase, y durante su espera se dedicaban a realizar ciertas actividades, como repasar alguna clase, conversar, o llevar a cabo la curiosa actividad que les ocupaba en ese día.
Edward llevaba en su mano el rompecabezas cúbico que su abuelo le había obsequiado en su primer año en el instituto, el cual, aunque ya lo había resuelto, se propuso el desafío de hacerlo en el menor tiempo que le resultara posible; y para ello tenía de ayudante a su mejor amigo, quien se encargaba de medir cuántos minutos se tardaba el joven Everwood en terminar dicho reto por medio de un cronómetro de bolsillo. Una vez que lo conseguía, se encargaba de revolver las piezas para que Edward volviera a realizarlo.
Esto captó la atención de algunos de sus compañeros de clase y jóvenes de otros grados y grupos allí presentes, no pocos de los cuales se acercaron a ellos para observar mejor al joven Everwood en su desafío, e incluso hubo uno que otro que decidió aceptar resolver el rompecabezas, con nulos resultados positivos, pero sí mucho deleite en el reto que esto representaba.
Poco tiempo tuvo que transcurrir para que Rachel y Esther, a quienes recibieron con cálidas y respetuosas muestras de afecto, se unieran al grupo en expresiones animosas para Edward o cualquier otro que tomara el desafío del rompecabezas.
Instantes después, una presencia se hizo sentir en el área del instituto. La negatividad que emanaba de dicha persona se hizo palpable en el ambiente, a tal grado que Edward, quien se encontraba rodeado de personas y no lograba ver más allá de la muralla de gente que le cercaba, sintió su ser entero estremecerse; como si pudiese presentir una calamidad que se aproximaba.
—¿Soy sólo yo, o ha comenzado a hacer más frío de lo habitual? —opinó Edward.
—Así es, señor Edward, como que el ambiente se siente enrarecido —comentó Tobias a la vez que frotaba sus brazos.
—¡EVERWOOD! ¡RAUDEBAUGH! —vociferó una persona con la misma intensidad de un trueno en noche de tormenta. Fue tal el estruendo que hizo dicha persona cuando profirió semejante rugido que casi era posible ver como el cielo mostraba señales de relámpagos.
La muchedumbre que se había formado en torno a Edward comenzó a separarse, y entonces el joven Everwood pudo al fin ver a quien invocó sus nombres de atronadora forma. Se trataba de Hawthorne Hollingsworth, en cuyo semblante podía observarse una ira descomunal conforme se acercaba donde Edward se encontraba.
—Mire sus ojos, señor Edward; parecen arder en llamas —expresó Tobias con suma preocupación y temor en su rostro.
—Mantente alerta —susurró Edward a Tobias, y este volvió su rostro hacia él—. Si sucede algo que amenace mi existencia o la de Rachel, encárgate de detener a Hawthorne lo suficiente para permitirnos ponernos a salvo.
—No se preocupe, señor Edward, que ni siquiera le daré la oportunidad de tocar uno solo de sus cabellos —aseguró Tobias.
Cada pisada del joven Hollingsworth hacía sentir el suelo bajo sus pies retemblar con intensidad. El resto de los jóvenes que le rodeaban, presa del pánico, se apartaron de su lado y dejaron a los cuatro amigos a solas. Entonces Hawthorne llegó hasta donde se encontraban Edward y compañía.
—Buen día, Hawt…
—¡Guarda tus palabras, hipócrita enclenque prospecto a cadáver! —interrumpió Hawthorne vuelto un energúmeno con expresiones tales que dejaron boquiabierto al joven Everwood—. ¡Y usted también, meretriz de primera, ni siquiera se atreva a proferir de su boca reclamación alguna! —interrumpió a Rachel, quien, aunque se preparó para hablar, ni siquiera alcanzó a decir palabra alguna.
—Por lo menos háganos saber cuál es la razón de que se muestre tan airado —reclamo Rachel.
—¡Y todavía tiene el descaro de preguntarlo! —estalló en indignación—. Permítame informarle, traidora desconsiderada, que hacerse la inocente no va de acuerdo con su persona.
—¡Ya basta de insultos, Hawthorne Hollingsworth! —reclamó Edward, exasperado por el comportamiento del joven.
—¡Guarda silencio y no me obligues a enviarte de una buena vez a tu descanso eterno, que no creas que no te hace falta! Que ni siquiera cruce por tu mente la idea de hacerte el inocente, pues tengo fuertes sospechas de que estuviste inmiscuido en esta situación, así que no esperes que muestre conmiseración para contigo.