—No de nuevo —expresó el joven Everwood al abrir sus ojos, luego de exhalar un hondo suspiro. Y no era para menos su reacción, pues lo primero que alcanzó a percibir a duras penas debido a que su vista era pobre en ese momento fue el techo de la habitación en la que se encontraba, una que ya era por completo familiar para él y que recordaba tanto como su propio dormitorio.
Movió su cabeza hacia el lado izquierdo de forma leve y sutil, y alcanzó a percibir la presencia de una persona en la habitación. Como no lograba ver con claridad, extendió con lentitud y gran esfuerzo su mano hacia la mesa que había a su izquierda, donde se encontraban sus gafas de cristal, mismas que tomó y se colocó; de esa forma, logró distinguir que la persona que le acompañaba era su padre. Descansaba sentado a unos metros de su cama sobre una silla, con la cabeza reposada hacia su izquierda en el respaldo de la misma y sus ojos cerrados. Estaba vestido con camisa, chaleco y pantalón, sin su corbata al cuello, y su chaqueta la usaba a modo de manta para cubrirse. Sobre su rostro se evidenciaban las huellas de alguna reyerta en la que se había inmiscuido, hecho que no cesó de causar preocupación al muchacho.
—¿Padre? —musitó, y el señor Everwood despertó de su sueño de inmediato. Agitó su cabeza con rapidez y dirigió su atención hacia su hijo.
—¡Edward! —habló el señor Everwood, quien de inmediato se levantó de su silla y se dirigió hacia él para abrazarlo. La fuerza con la que sostenía el cuerpo de Edward contra el suyo era tal que incluso el joven Everwood llegó a sentir algo de preocupación.
—¿Qué sucedió? —preguntó el chico con voz débil, casi susurrante.
—Sufriste un colapso, y fuiste traído hasta aquí por tu amigo Tobias Tyler —respondió luego de apartarse de él, y frotó su ojo izquierdo con su dedo índice para arrancar de ellos una pequeña lágrima al borde de brotar.
—¿Se encontraba Tobias en casa esta mañana? —inquirió Edward. Era evidente la confusión en su mirada y en sus palabras, misma que el señor Everwood percibió.
—Edward, ¿qué día piensas que es hoy? —preguntó el señor Everwood alarmado.
—Es… ¿viernes por la mañana? —intentó adivinar el joven, aunque no se mostraba seguro de su respuesta.
—Es domingo por la tarde —señaló con seriedad el señor Everwood, y los ojos de Edward se abrieron sin mesura—. Llevas tres días inconsciente.
Ante tan abrumadora respuesta de parte de su padre, Edward recostó su cabeza de vuelta en la almohada y cerró sus ojos.
—¿No recuerdas nada de lo que ocurrió?
Edward movía sus globos oculares de un lado al otro con sus ojos cerrados en un intento por evocar algún recuerdo de lo que había vivido días atrás, pero parecía ser que todo se había esfumado. No quedaba nada en sus memorias de aquel ajetreado y turbulento día, o al menos eso parecía.
—No. Lo siento, padre; por más que lo intento no lo consigo —se disculpó.
—Espérame un momento, buscaré tu hermano; tal vez él sepa qué es lo que te sucede.
Ni bien terminó de señalar esto, el señor Everwood dejó la habitación y salió al corredor en busca de Arthur. No más de quince segundos después, reingresó a la habitación acompañado del mayor de sus hijos.
—¿Cómo te sientes, hermano? —inquirió Arthur de Edward en cuanto colocó su pie en el cuarto
—Agotado, con dolor y sin recuerdos —respondió.
—¿Qué no logras recordar? —preguntó mientras se acercaba para administrarle una dosis de su medicamento que llevaba en los bolsillos de su bata médica.
—Todo lo sucedido durante el día que tuve el colapso.
—¿No recuerdas nada en absoluto? —Preguntó de nueva cuenta mientras clavaba su jeringa en el brazo de su hermano.
—Sólo hay una extraña memoria que involucra a un hombre mecánico, pero no estoy seguro si se trata sólo de un sueño o fue algo real —respondió, y exhaló un poco después de sentir esa sensación de alivio que su paliativo le proporcionó.
—Existe una manera de saberlo. Tu amigo podría ayudarte a descubrir qué es real y qué no. Permitiré que ingrese para que pase a verte; estoy seguro de que se sentirá dichoso de saber que has despertado.
—¿Tobias se encuentra aquí?